Daniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren-Capítulo Séptimo

Daniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren-Capítulo SéptimoDaniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren-Capítulo Séptimo

  Leire le pide a la joven que salga con ella y le adelanta que va a hablar con todos los demás pasajeros en la cafetería, pero le pide, por favor, que no comente nada de su teoría hasta que no puedan estar más seguras. Ella accede de buen grado y abandonan juntas el vagón.

Una vez fuera se encuentran con el chico de la camiseta de Los Ronaldos, quien no se ha atrevido a entrar donde esperan el resto de los viajeros. Está hundido, sentado en el suelo, con la cabeza entre las manos. La joven, haciendo gala una vez más de una gran entereza, le anima a levantarse y cogiéndole del brazo le acompaña con los demás.

Cuando entran a la cafetería reciben la punzada de la mirada de todos los allí presentes. Es el hombre del maletín el que se anima a preguntar primero.

–Se ha muerto, ¿verdad? … Pobre hombre.

–¿Y el otro? –interviene, nuevamente acusadora, la señora del perro– No tenía mucha pinta de estar dormido. Estoy segura de que estaba muerto. ¡Esto es un desastre! Mi Cuqui está respirando peor… como le pase algo… –amenaza con el dedo a la inspectora.

La inspectora mantiene el tipo; atiende a los que hablan, pero no contesta, mira, uno a uno, a los allí presentes y se detiene algo más en el revisor, quien baja la mirada avergonzado por no haber colaborado con ella y parece que quiere desaparecer debajo de la barra. Leire invita a sus ayudantes a colocarse con el resto de los pasajeros y se prepara para lo que no sabe si está preparada a realizar: un interrogatorio en grupo. Nunca lo ha hecho.

–Efectivamente, está muerto –empieza–, y el otro señor también –lo dice dirigiéndose a la señora del perro–, es una desgracia.

Se hace un silencio sepulcral en la estancia. Todos la miran esperando que continúe, y ella lo hace obviando de inicio la evidencia de los asesinatos.

–Los dos tenían síntomas claros de estar afectados por el coronavirus, y ninguno de nosotros sabemos que efecto tiene el dichoso virus, ni cuánto tiempo tarda en actuar, o en qué grado de afección lo tenían –así quiere abrirles la posibilidad de que hayan sido muertes naturales–. Como comprenderán, tengo que dar parte a mis superiores. Si estábamos aislados solo ante la sospecha de ir acompañados con un positivo, al tener de repente dos defunciones, imagino que van a tardar en sacarnos de aquí con garantías de seguridad; así que vamos a tener que mantener mucha calma.

Hace una pausa para asegurarse de que siguen su discurso al mismo tiempo que sigue analizando sus reacciones. Al no percibir nada inusual decide seguir.

–Lo primero que me van a preguntar mis compañeros de fuera es quién me acompaña aquí dentro. De mí lo saben todo, pero de ustedes no, y hará falta para hacerles un seguimiento previo y ver la posibilidad de que también estén infectados.

–No me lo puedo creer –interrumpe el hombre del maletín–, ¿pasamos de víctimas a culpables de la infección?

–Yo no he dicho eso –responde la policía anotando en su mente la intervención tan fuera de lugar–, pero sé que me lo van a preguntar, y por eso, antes de llamar e informar, me gustaría que hiciéramos una ronda de presentaciones, del tipo de quienes somos, de donde viene cada uno, profesión… y cosas así.

Los viajeros, así como el revisor, actúan igual que un grupo de alumnos a una pregunta difícil de su profesor: retiran la mirada incómodos e intentan que no se note que no quieren ser los primeros en contestar. Para facilitar las cosas, Leire presiona a quien conoce la realidad y es consciente de que está investigando dos asesinatos: se dirige a la estudiante de veterinaria.

–María, ¿te llamabas así verdad?

La aludida asiente y se separa del otro joven, como dando un paso al frente.

–Nos has dicho antes que estudias veterinaria. ¿Puedes seguir, por favor?

–Claro –contesta la joven muy resuelta–. Vivo y estudio aquí en Madrid, y vengo de Zaragoza de visitar a una amiga que ya tiene su propia clínica veterinaria. Ante la sospecha de que iban a decretar una cuarentena a la población para luchar contra el coronavirus, he adelantado mi viaje de vuelta para estar con mis padres; son mayores y me da mucho miedo que estén solos.

Leire le agradece la intervención con la mirada, y sobre todo su naturalidad ante la realidad que por ahora solo ella sabe que tienen delante, aunque sigue asombrándole que esté tan tranquila; ella misma, cuando vio sus primeros muertos, estuvo casi una semana sin poder dormir.

Invita al otro joven a intervenir.

–Esto…, yo soy Jonatan –dice bastante más indeciso que su predecesora–. Soy actor, en paro, claro, como casi todos. Se supone que vivo en Madrid, aunque me paso la vida buscando castings por toda España. Estaba en Barcelona asimilando el fracaso del último en el que he participado cuando me dijeron que buscaban gente para un musical en la Gran Vía… Un sueño, y un paso a la fama casi asegurado, por eso vengo a Madrid. Pero yo me encuentro perfectamente… ¡como para ponerme malo estoy yo ahora!

–Tú y cualquiera chaval, que aquí todos tenemos que ganarnos la vida –interviene el hombre del maletín.

Leire aprovecha para indicarle que es el siguiente en presentarse.

–Pues yo soy Jesús Buendía, delegado comercial de los laboratorios Lilly –dice de corrido, como si estuviera acostumbrado a presentarse así habitualmente–. Como delegado viajo mucho, llevo la zona centro y noreste de España, lo que me hace coger este tren casi todas las semanas. Y jamás he vivido nada parecido a lo que nos está pasando hoy… ¿verdad?

Sorprendentemente lanza la pregunta a Oriol, el revisor, el cual sigue detrás de la barra. La policía se vuelve inquisitiva hacia él obligándole a participar de la conversación.

–Verdad, Jesús –responde titubeante–, en mis turnos nunca ha pasado nada fuera de lo normal.

–¿Os conocíais de antes? –no puede evitar preguntar Leire.

–Como ha dicho, él viaja habitualmente en esta línea… Madrid – Barcelona, Barcelona – Madrid, … es de los clientes fijos. Hemos coincidido muchas veces, incluso en algún servicio tranquilo hemos compartido un café; sin que se enteraran mis jefes, claro… y sin descuidar mi trabajo, por supuesto –se justifica el revisor.

Leire asiente despacio. Es normal que se hubieran visto con anterioridad, incluso que se conocieran personalmente. Aún así hay algo en el delegado comercial que no le gusta; tiene una actitud defensiva, y no puede olvidar que existe la posibilidad de que hubiera entrado en el vagón de pasajeros antes de que se muriera el primer señor, mientras ella estaba en el aseo llamando a su jefe. Finalmente, y aunque sabe que no va a servir para nada, dirige su mirada a la señora del perro, preparada para aguantar las protestas que seguro le va a lanzar.

–Yo ya me presenté antes –empieza la mujer–, soy Rosario Muñoz; y este es mi Cuqui, que por cierto por protegerlo descubrí que el primer caballero estaba en enfermo de coronavirus. Ya le digo inspectora que no está gestionando bien esta situación. Han fallecido dos hombres y gente de alto riesgo como yo, porque ya tengo una edad, aunque no lo aparente, estamos aquí expuestos a la enfermedad. Debería darnos prioridad a la hora de evacuarnos lo antes posible, a mí, y a mi pequeño Cuqui.

–Haré lo posible Rosario, se lo aseguro –responde lo más tranquilizadora que puede la policía–, pero no depende solo de mí, recibo órdenes de fuera. Pero, por cierto, y por equipararla al resto de pasajeros, ¿el motivo de su viaje cual es?

–¡Y que más dará! –responde ella enojada–. Viajo y punto. ¿Es eso importante para sacarnos lo antes posible?

–Lo puede ser para saber cómo sacarla. Me lo van a preguntar los sanitarios.

–Pues les dice que vengo de ver a mi prima que está enferma… ¿contenta?, igual con esto ya tiene usted su sospechosa de ser el foco de la infección… o le echa la culpa a mi perro, que hoy en día las mascotas parecen culpables de todo lo que nos pasa a las personas.

–Los perros no padecen nuestro coronavirus –interviene la estudiante de veterinaria–, al menos no hay ninguna evidencia científica, así que esté tranquila respecto a Cuqui.

La señora mira agradecida a la joven y le permite que acaricie a la mascota, lo cual claramente es un privilegio respecto a los demás.

Leire observa la escena y piensa en cómo seguir preguntando, cuando le sorprende que la estudiante se dirige directamente a ella.

–Perdone, inspectora. Necesito ir al baño.

La policía se pone en guardia. No puede dejarla ir sola, pero tampoco debería dejar al grupo sin vigilancia. Analiza rápidamente los riesgos de salir o quedarse y finalmente decide salir con ella, no puede arriesgarse a que entre en el vagón donde están los difuntos. Indica a todos que nadie puede moverse sin su permiso, y la acompaña al aseo. Una vez fuera, la joven se gira y se dirige a Leire.

–Tenía que hablar con usted.

–Imaginaba que algo así pasaba. Eres la única que sabe que esos dos de ahí han sido asesinados y no era normal que quisieras salir sola. Dime rápido, antes de que los de dentro líen alguna.

–El comercial.

Leire hace un gesto de no entender qué quiere decir. Ella prosigue.

–El laboratorio para el que trabaja… ¡es Lilly!

–¿Y?

–¡Que es uno de los mayores fabricantes de insulinas de acción rápida del mercado!

 

Daniel Carazo Sebastián

Veterinario

Daniel Carazo: No es lo que parece, sino lo que es, foto libros daniel carazo

 

 

 

 

 

 

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