Daniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren-Capítulo Dos

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A la inspectora le despiertan unas voces en el vagón. Cuando consigue despejarse, observa que una señora de cierta edad está increpando agresivamente a otro señor mayor, el cual, que por cierto parece demasiado abrigado para la temperatura que hace en el tren, no puede defenderse porque, cada vez que lo intenta, le sobreviene un acceso de tos. Entre ellos está el revisor, intentando mediar sin conseguirlo. Y para complicar la escena, un perrito que sostiene la señora en brazos no deja de ladrar.

Leire levanta la cabeza y, soportando el dolor del cuello por la mala postura que ha debido tener durante el sueño, observa al resto de pasajeros. Puede ver la parte posterior de cinco cabezas más, estirándose para observar la escena por encima de los reposa cabezas de sus respectivos asientos, pero todos quietos en sus sitios. Leire prefiere observar como sus compañeros de viaje, intentando evitar intervenir.

–¡Le digo que este señor está enfermo! –chilla de nuevo la señora dirigiéndose al empleado de Renfe –¿no ve lo abrigado que está?, ¡con el calor que hace!

El revisor intenta proteger al acusado evitándose acercarse a él.

–Señora, le insisto que no puede ser, si estuviera contagiado no estaría aquí –y dirigiéndose al señor– ¿no es así caballero?

El aludido quiere responder, pero un nuevo acceso de tos –que hace que tanto la señora como el revisor se alejen un poco más de él– no le deja.

–¿Lo ve? ¡Dios mío, vamos a morir todos! –exclama la acusadora.

A la inspectora le despiertan unas voces en el vagón. Cuando consigue despejarse, observa que una señora de cierta edad está increpando agresivamente a otro señor mayor, el cual, que por cierto parece demasiado abrigado para la temperatura que hace en el tren, no puede defenderse porque, cada vez que lo intenta, le sobreviene un acceso de tos. Entre ellos está el revisor, intentando mediar sin conseguirlo. Y para complicar la escena, un perrito que sostiene la señora en brazos no deja de ladrar.

Leire levanta la cabeza y, soportando el dolor del cuello por la mala postura que ha debido tener durante el sueño, observa al resto de pasajeros. Puede ver la parte posterior de cinco cabezas más, estirándose para observar la escena por encima de los reposa cabezas de sus respectivos asientos, pero todos quietos en sus sitios. Leire prefiere observar como sus compañeros de viaje, intentando evitar intervenir.

–¡Le digo que este señor está enfermo! –chilla de nuevo la señora dirigiéndose al empleado de Renfe –¿no ve lo abrigado que está?, ¡con el calor que hace!

El revisor intenta proteger al acusado evitándose acercarse a él.

–Señora, le insisto que no puede ser, si estuviera contagiado no estaría aquí –y dirigiéndose al señor– ¿no es así caballero?

El aludido quiere responder, pero un nuevo acceso de tos –que hace que tanto la señora como el revisor se alejen un poco más de él– no le deja.

–¿Lo ve? ¡Dios mío, vamos a morir todos! –exclama la acusadora.

Los increpados se giran y la miran sorprendidos por la interrupción. El perro aumenta los gruñidos, pero por lo menos no vuelve a ladrar, y el señor de las toses se desploma en su asiento algo aliviado porque alguien intervenga y ponga fin a esa situación. La señora, altiva, mira a Leire de arriba abajo, se intenta fijar en la placa que ella enseña –seguramente sin poder leer lo que pone en ella– y, poco convencida de quien puede ser, le replica.

–Vaya hombre. ¿Y usted quien es ahora?

–Soy la inspectora Sáez de Olamendi, de la policía nacional –Leire se da cuenta de que es la primera vez que hace uso de su nuevo cargo–. Para usted la autoridad.

–¿La autoridad? –responde la señora mirando un momento al revisor, quien se nota que también agradece que alguien más tome cartas en el asunto y aprovecha para alejarse un poco más del enfermo –. Pues entonces hágase usted cargo de la situación. Este caballero tiene todos los síntomas que dicen en la televisión que provoca el coronavirus, ¡y hemos viajado con él!

Leire mira al señor de las toses, quien permanece sentado en su butaca. Es verdad que va demasiado abrigado para la temperatura del vagón, y aun así aprecia como tiene escalofríos. Se está sujetando la cabeza entre las manos y hace verdaderos esfuerzos por no toser. El caballero de repente levanta su mirada y la fija en Leire, quien entiende como sus pequeños ojos marrones le están pidiendo ayuda. Decide actuar de forma preventiva, pero se da cuenta de que al enfermo es mejor no moverlo demasiado. Se dirige al revisor e intenta ganarse su confianza.

–Oriol, ¿verdad? –quiere confirmar su nombre recordando que lo había dicho al inicio del viaje.

El aludido asiente con la cabeza.

–¿Has dicho antes que tenemos acceso a la cafetería?

El revisor vuelve a asentir y señala con la cabeza la única salida del vagón.

–¿Hay alguien más en ella?

–No… es solo para nosotros, cortesía de Renfe. Como añadieron este vagón al convoy habitual, y no tenemos acceso al resto de servicios del tren, pusieron un pequeño vagón cafetería para darles todos los servicios.

–Perfecto –y dirigiéndose al resto de viajeros prosigue–. Si les parece vamos a dejar a este caballero aquí, descansando, y nos vamos a pasar todos a la cafetería hasta que lleguemos a Madrid, que no debe faltar mucho.

El revisor reacciona y aliviado por salir del vagón y alejarse del enfermo, anima al resto de pasajeros a salir.

–Por esa puerta, por favor.

Salen todos delante de él, intentando pegarse al lado contrario del pasillo cuando pasan al lado del enfermo. Leire se queda sola con el señor y, sin acercarse demasiado a él, decide interrogarle sobre su situación para valorar la gravedad de las medidas preventivas que debe adoptar.

–¿Cómo se encuentra?

El aludido, ya sin disimular sus síntomas, le explica.

–No estoy bien, señorita. Tengo que ser sincero con usted. Ayer estuve en el Clínic, en Barcelona. Me dijeron que los síntomas que tenía podían ser el coronavirus y que me iban a hacer la prueba; pero no me esperé y en cuanto tuve la oportunidad de salir de allí, volví a mi casa. No fue difícil dado el caos que había.

–¿Perdone? –Leire no da crédito a lo que le dice el hombre– ¿Es usted consciente de la irresponsabilidad de lo que me está contando? ¡Podría tener el virus y estar propagándolo por ahí libremente!

–Ahora soy consciente de mi error–responde abatido el señor–. No debería haberlo hecho, pero había quedado hoy en venir a Madrid para ayudar a mi hija con mis nietos; ella está separada y tiene que seguir trabajando, no se puede hacer cargo de ellos todo el día, y si los deja solos le da miedo perder la custodia… A lo mejor es un simple resfriado por al aire acondicionado, en estos sitios…

–Usted sabe, como yo, que eso no es así –Leire no le deja terminar–. Si ya salió enfermo de Barcelona no puede culpar al aire acondicionado. Es usted un irresponsable; por usted mismo y por los demás que hemos viajado con usted en este tren.

El señor ya no responde. Sigue evitando toser y se queda cabizbajo en su asiento. La inspectora piensa rápido. Lo primero que se le ocurre es que tiene que dar parte a sus nuevos superiores en Madrid para que nada más llegar aíslen al enfermo, y si es el caso a todos ellos; pero para hacerlo prefiere que el resto de los viajeros no la escuche, así no creará más alarma. Decide dejar al señor ahí sentado, asegurarse de que el resto de los pasajeros se queda en la cafetería y meterse ella en el baño –es la única estancia que queda separada de las otras dos– para hacer las llamadas pertinentes. Sale del vagón sin decirle nada al supuesto enfermo y, antes de entrar en el baño, busca la colaboración del revisor.

–Oriol, por favor –le llama asomándose a la entrada de la cafetería.

Ante la mirada de los que están allí presentes, el revisor se pone nervioso, pero acierta a entender que la policía quiere que salga para decirle algo. Deja el lugar que había ocupado, detrás de la barra, y acompaña a la inspectora fuera.

–Me tienes que ayudar –le dice ella una vez solos–. Es posible que ese señor tenga el coronavirus.

–¿Cómo? -exclama él asustado.

–Tranquilo. Si lo tiene y ha viajado con nosotros, ya poco podemos hacer. Pero somos los responsables de esta situación –lo dice para compartir con él la autoridad, estando segura de que eso le va a gustar–, y necesito tu colaboración.

Efectivamente, el revisor ve estimado su cargo en el tren y demuestra, con un cambio involuntario de postura, que valora el reconocimiento.

–Usted dirá –responde más solícito.

–Por ahora necesito que nadie entre a ese vagón. Mantén a todos en la cafetería. Voy a llamar a mis compañeros de Madrid para gestionar la llegada y saber qué hacer hasta entonces; y para que no me oigan entraré al baño, porque no hay otro sitio donde pueda estar sola, ¿no?

–Ya le he explicado que desde aquí no tenemos acceso al resto del tren –dice con algo de hastío por repetir lo que ya había dicho–. Solo podemos estar en el vagón, en este descansillo, en el aseo, o en la cafetería.

Leire asiente y haciéndole una seña para que vuelva con los demás, se espera a que lo haga, y entonces se introduce en el pequeño aseo, cerrando la puerta, para hacer su llamada de teléfono.

 

Daniel Carazo Sebastián

Veterinario

Daniel Carazo: No es lo que parece, sino lo que es, foto libros daniel carazo

 

 

 

 

 

 

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