Daniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren-Capítulo Noveno

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El delegado comercial de los laboratorios Lilly se queda un momento paralizado. Parece que va a protestar, pero finalmente decide no hacerlo y obedecer a la inspectora. Coge su maletín del suelo y, muy despacio, lo deposita encima de la pequeña mesa, pegada a la ventana por donde ha visto al resto de policías. Acto seguido, y tal y como se le ha ordenado, se retira hasta que topa con la pared posterior de la estancia. Ahí se queda quieto y lanza una mirada dubitativa a la inspectora.

Leire se acerca al maletín, le pone una mano encima y, sin abrirlo todavía, da una oportunidad a su principal sospechoso.

–¿No tiene nada que decirme, Jesús?

El aludido se encoge de hombros y permanece en silencio. El resto de los pasajeros atienden a la escena cual espectadores de una obra de teatro. Hasta la señora del perro está callada.

La inspectora va a abrir el maletín y eso hace que su propietario por fin reaccione.

–¿Qué hace? Eso es mío, no puede usted abrirlo así, sin más; es una violación a mi intimidad.

–¿Está seguro, Jesús? ¿Hay algo aquí dentro que no podemos ver los demás?

–¡Y a usted qué le importa lo que hay ahí dentro!… Pero… ¿Está investigando algo?… ¿Es que esos dos de ahí fuera no se han muerto solos?

–¡Dios mío! –exclama la señora del perro.

–¡Las preguntas las hago yo! –se impone Leire.

Y tras barajar sus cartas rápidamente, decide exponer su teoría por completo. Si consigue destapar al comercial, y sale de allí con el culpable detenido, significará que su primer e inesperado caso como inspectora habrá sido un éxito, además de un reconocimiento muy valioso en su nuevo destino.

–Tenemos serias sospechas de que efectivamente es así: los dos señores de ahí fuera no han tenido una muerte natural.

La afirmación cae común jarro de agua fría a los pasajeros. La señora parece que se va a desmayar otra vez, por lo que Leire le insiste a la estudiante para que la obligue a beber más Pepsi. Solo el comercial, que también es el único que se ve acusado, reacciona e interviene.

–¿Tenemos?, ¿alguno más, de los aquí presentes, es policía? –lo dice mirando a sus compañeros de vagón.

–¡Tengo! –le corta la inspectora.

–Pero… –interviene tímidamente el actor–, ¿cómo es posible?, ¿cómo les han podido matar?… si nadie se ha quedado solo.

–Estamos… quiero decir, estoy –se corrige a tiempo Leire, mirando fijamente al comercial– segura de que han sido asesinados con una sobredosis de insulina. Eso les ha provocado una bajada tan brusca del azúcar en sangre que les ha hecho morir. El tipo de muerte que he podido ver en el segundo afectado, unido a unas marcas iguales que he encontrado en ambos cuerpos, me hacen pensar en eso.

–Por eso me preguntaba por los pinchazos –interviene la señora mayor, más recuperada tras su nueva dosis de azúcar vehiculada en la Pepsi–. Pero entonces, eso significa que… ¡Me han intentado matar!

–En su caso, señora, no estoy tan segura, aunque es demasiada casualidad.

Se hace un nuevo, e incómodo, silencio. Leire vuelve a mirar fijamente al comercial, el cual piensa un poco y por fin vuelve a intervenir.

–Ahora lo entiendo. De alguna manera ha relacionado usted mi trabajo con esas sospechas peregrinas que tiene. Es verdad que yo mismo le he dicho el laboratorio para el que trabajo: Lilly, uno de los mayores fabricantes de insulinas. Y por lo visto eso me ha convertido en asesino.

Leire se mantiene callada y le señala con la cabeza el maletín que tiene bajo su mano y está deseando abrir. El comercial medio sonríe, realiza unos leves movimientos de negación con la cabeza, y sigue hablando.

–Por supuesto –es su manera de dar permiso para que la policía lo abra–. Total, lo que van a encontrar ahí dentro nunca será tan malo como el ser sospechoso de un doble asesinato.

La inspectora se lanza a la apertura del maletín. A pesar de estar preparado para ello, no está protegido por ninguna clave de seguridad, y simplemente accionando los pestillos la tapa se abre automáticamente. Inevitablemente, tanto la estudiante como el actor, se acercan para ver el interior; el revisor se intenta asomar desde detrás de la barra, aunque no llega, y la señora es incapaz de levantarse ella sola. Jesús Buendía se queda cruzado de brazos mirando la cara de sorpresa de la policía. Ella hurga en el interior del maletín buscando algo que justifique sus sospechas, pero claramente no encuentra nada; solo saca revistas con hombres en las portadas, casi todas de moda y actualidad, y también alguna erótica. Nada relacionado con su trabajo ni por supuesto con jeringuillas o viales de insulina que haya podido utilizar con los muertos. Cierra el dichoso maletín y permanece mirándolo, intentando comprender su error. Para estar segura del todo le pide permiso al comercial para registrarlo, a lo cual el aludido responde levantando los brazos y dejando que ella lo haga. Tampoco encuentra nada en sus bolsillos.

–¿Contenta? –le increpa Jesús Buendía–. Solo espero que esto me libere de sus acusaciones y no trascienda; tengo mujer e hijos, inspectora.

Leire le mira y asiente despacio; la vida personal de ese hombre le da igual, pero tiene derecho a su intimidad. Inevitablemente se gira buscando con la mirada a la estudiante de veterinaria. El gesto no pasa desapercibido para el recién liberado de las sospechas, quien en su nueva situación se crece un poco.

–Ahora lo entiendo –dice–. Esta joven es la que le ha metido esas ideas de la insulina en la cabeza. ¡Bien pensado! –le dice a la estudiante–, vas a ser buena clínica, y te lo digo yo que me paso el día entre médicos; pero por desgracia te has equivocado… al menos conmigo. Aunque…

El delegado comercial no completa su frase, solo mira a la estudiante y mantiene una sutil sonrisa.

–¿Aunque? –le anima a seguir Leire, consciente de que cualquier intervención puede desatascar el embrollo.

–Aunque, por otro lado, la teoría de la insulina es perfectamente factible. Esta chica la ha pensado bien… demasiado bien.

La inspectora capta perfectamente la indirecta. No le falta razón al comercial en lo que dice. Ella misma, sin tener ningún conocimiento de medicina, cuando la estudiante le ha expuesto la teoría, la ha entendido perfectamente. ¿Quién, de los allí presentes, puede tener nociones de medicamentos, o de medicina, tales como para urdir esa trama? Aparte del comercial, solo le encaja la misma estudiante de veterinaria.

–¿María? –se dirige a ella.

–¡Vamos, no me fastidie! –responde ella indignada, aunque se le nota en el temblor de la voz que se ha puesto nerviosa– ¿Ahora soy yo la sospechosa?, pero si he estado con usted en todo momento.

Leire tiene la mente funcionando a tope. Hace un repaso mental de la situación antes de responder. El primer muerto debió ser pinchado mientras ella estaba en el aseo, llamando a sus jefes, y según el revisor alguien había salido del vagón en ese intervalo de tiempo. El segundo fallecido, al ser diabético, pudo ser pinchado en un intervalo de tiempo menor hasta que le hizo efecto la insulina; solo se le ocurre el momento en el que todo el grupo salió en tropel de la cafetería, quizá en el embotellamiento de la puerta alguno aprovechó para pincharle en la pierna. Pero le falta por rellenar huecos: ¿y la señora mayor?, ¿ha sido casualidad, o es que no le ha hecho efecto la insulina como a los otros dos?, y si todo lo que piensa es cierto, ¿de dónde se está cogiendo la insulina?; y lo que es más importante y que le puede dar la clave de quién de los allí presentes es el asesino: ¿por qué esas muertes?, ¿qué ha llevado, a quien sea, a matar a dos personas y a intentarlo con una tercera? Le saca de sus pensamientos una nueva intervención.

–Inspectora… ¡Inspectora! –es la estudiante de veterinaria.

Leire se da cuenta de que su mente ha salido de aquel vagón mientras sus acompañantes estaban esperando su reacción. Mira a su interlocutora.

–¿Qué va a hacer ahora? –prosigue la joven–. Porque yo sigo convencida de mi teoría, y por supuesto que yo no he sido.

–En realidad puede haber sido cualquiera –les sorprende Leire–. Está claro que los que de alguna manera se han pronunciado, han negado su acusación, pero también faltas tú –se dirige al actor.

–¿Yo…?

–Pues sí, tú –interviene el comercial–. Siempre tan callado, tan tímido…, ¡pero eres actor!, tú mismo lo has dicho. Estás acostumbrado a actuar.

–Pero yo…, ¿y para qué iba yo a querer matar a esos dos hombres?

–¡Y a mí! –chilla la señora del perro que, aunque tiene signos evidentes de seguir enferma, ya ha conseguido sentarse en uno de los taburetes de la barra.

–Incluso a usted –le responde el actor– ¿por qué iba yo a querer matar a nadie?

 

Daniel Carazo Sebastián

Veterinario

Daniel Carazo: No es lo que parece, sino lo que es, foto libros daniel carazo

 

 

 

 

 

 

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