Daniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren-Capítulo Quinto 

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            –Inspectora –empieza sin más rodeos su superior–, ¿cómo lo llevas?, ¿qué tal el enfermo?

Leire no sabe por dónde empezar.

–Muy complicado jefe –se toma la licencia de llamarle así, como si tuvieran una confianza a la que lógicamente no han llegado–. Hay muchas novedades aquí dentro.

Acto seguido le expone la situación al su superior, el cual, mientras escucha, solo interrumpe su silencio para lanzar suspiros de desesperación. La inspectora, mientras habla, mira fijamente al revisor –a quien tiene delante escuchando atentamente– asegurándose de que va siguiendo las explicaciones.

–Tenemos un buen marrón planteado –exclama como respuesta el inspector jefe–. Yo realmente te llamaba porque tu tren está entrando ya en Atocha, y tienes que comunicar a los pasajeros que no van a poder abandonar el convoy hasta que nos aseguremos que vais a salir aislados y directos a un hospital; lo cual, como te podrás imaginar, va a requerir su tiempo. Los sanitarios están totalmente desbordados.

–Entiendo –se resigna Leire–. Me encargaré de esto lo mejor posible, no se preocupe.

–Ya no solo es el aislamiento, inspectora, además ahora tienes un muerto y por lo que dices un asesino entre tus compañeros de viaje… Si ves que la cosa se descontrola me llamas y me paso el aislamiento por los cojones… ¡Te mando a los GEOS si hace falta!

Leire no puede evitar sonreír. No conoce a su superior, pero le está dejando claro que la seguridad de sus subordinados es primordial para él. Aun sin estar segura de poder hacerse con la situación, intenta tranquilizarlo para estar a la altura de su nuevo cargo. “Vaya manera de empezar”, se lamenta en silencio. Los dos policías quedan en comunicarse ante cualquier novedad y terminan la llamada. Leire, mientras piensa, se queda mirando todavía un momento al revisor, el cual, intimidado, baja los ojos porque no sabe cómo actuar. La inspectora se da cuenta de que lo está incomodando involuntariamente y toma de nuevo la iniciativa.

–Oriol. Te necesito a mi lado, ya te lo he dicho –el aludido asiente y vuelve a levantar la mirada–. Vamos a pasar a la cafetería y voy a informar a todos de lo que acabas de oír: nos tenemos que quedar aislados hasta que vengan los sanitarios a sacarnos con seguridad.

–¿Y el difunto? –pregunta tímidamente el revisor sin querer mirar hacia el aludido.

–Por ahora, si puedo evitar que se sepa, mejor. Iré hablando con los pasajeros; no se cómo, pero necesito que tú me ayudes si se ponen nerviosos.

Oriol asiente en silencio.

Justo cuando van a entrar de nuevo a la cafetería, el tren se detiene por completo, y chocan con el resto de los viajeros, que salen de la estancia dispuestos a recoger sus pertenencias para bajar al andén. Leire frena a todos y, aguantando sus protestas, les obliga a entrar de nuevo a la cafetería. Una vez consigue tenerlos a todos dentro –curiosamente se colocan como estaban durante el trayecto final del viaje– les actualiza la parte de su situación que le interesa.

–Me temo que vamos a tener que esperar todos aquí un rato. Ante la sospecha de que el caballero de fuera sea positivo a coronavirus, mis superiores han prohibido que bajemos de este tren sin las medidas de seguridad pertinentes.

–¡Ya lo decía yo! –exclama la señora del perro –, de aquí salimos todos contagiados… ¡Y a mi edad, que soy de riesgo!

–¡Hay que joderse! –protesta también el hombre del maletín.

Los demás aguantan molestos, pero en silencio, esperando más explicaciones de la inspectora. Leire realmente no sabe bien como seguir. Quiere hablar con todos ellos y lo ideal es que fuera por separado, pero no tiene sitio ni modo de hacerlo sin que sospechen que ha pasado algo serio con el enfermo. Está intentando encontrar el modo, cuando –como por otro lado es lógico– el discurrir de los acontecimientos le hace el trabajo.

–Habrá que ayudar a ese señor de ahí fuera, ¿no? –dice con toda su buena intención la estudiante de veterinaria–, le hemos dejado realmente mal. ¿Han mirado a ver cómo está?

–Tal y como estamos, ¡a ver quien se atreve a cuidarlo! –responde el joven alto y delgado; que no quita ojo a la estudiante.

–Eso si no la palma… –interviene nuevamente el señor del maletín.

Esta respuesta deja a todos callados, mirándole con extrañeza, y a Leire alerta al cien por cien, preguntándose si el comentario habrá sido casualidad o despiste.

–Tenemos que estar tranquilos –interviene la inspectora–. Del señor de fuera, nos ocupamos nosotros; por ahora vamos a dejarle descansar, y los demás vamos a esperar aquí, como he dicho antes. Otra cosa –añade tras una breve pausa, en la que la cabeza de la policía no deja de funcionar–: me gustaría hablar con cada uno de ustedes, me lo han pedido mis superiores, para conocer sus necesidades y organizar los traslados y aislamientos. Lo que pasa es que no quiero que nadie cuente intimidades en público si no le apetece, con lo que puedo ir saliendo con cada uno al espacio entre los dos vagones y vamos teniendo esa breve conversación. ¿Les parece?

Nadie contesta. Alguno, como el señor mayor del pelo blanco, asiente mecánicamente; pero en general lo que recibe Leire, son caras de fastidio y actitudes de resignación. Al mirar al señor mayor, Leire percibe que está con temblores, como si tuviera escalofríos, y eso le preocupa, pero prefiere no alarmar al resto de viajeros, sobre todo a la señora del perrito que es con diferencia la más enfadada.

–Oriol, por favor –se dirige al revisor, que se ha mantenido detrás de ella durante toda la exposición–, ¿por qué no pasas de nuevo a la barra y sirves algo a cada uno? Mientras, yo les voy llamando desde fuera.

El aludido obedece agradecido por tener algo que hacer. Una vez en su puesto, va preguntando a los viajeros y preparando lo que le piden… a todos menos al señor mayor, que argumenta que no se encuentra bien y prefiere no tomar nada.

Leire va a salir de la cafetería cuando reclama una vez más su atención la señora mayor.

–Oiga, señorita, ¿yo también tengo que salir? Lo digo porque si me deja ser la primera, aprovecho y cojo algo de comer para mi Cuqui, que no creo que Renfe nos dispense premios para perros.

Leire mira al resto a ver si alguno tiene inconveniente, y como no recibe ninguna apreciación en contra, le hace una seña a la señora para que la acompañe fuera. Salen las dos y, una vez en el espacio entre los vagones, cuando Leire se va a girar para ponerse frente a su primera interrogada, la señora, haciendo gala de una rapidez que la inspectora no se podía imaginar, la sobrepasa y se introduce sin remedio en el vagón de pasajeros diciendo.

–Lo primero es lo primero, inspectora, y mi Cuqui está deseando comer algo.

Cuando Leire reacciona y entra detrás de ella, la encuentra de pie, al inicio de las filas de asientos, mirando desde ahí fijamente al cadáver –que por cierto se ha vuelto a desplomar hacia delante–. De manera casi autómata tapa los ojos a su perro y tartamudea.

–Pero… este señor… ¿usted ha visto que…?

La inspectora intenta girarla para sacarla del vagón y explicarle, pero no lo consigue. Ella está fija en su posición, y respirando además cada vez más deprisa, lo cual hace temer a Leire que le pase algo o que empiece con una crisis de ansiedad. Por fin, la señora retira su mirada del cuerpo inerte, la clava en la policía y, sin previo aviso, chilla.

–¡Aaaaaaaaaaaaaaaaah…! ¡Se ha muerto!

La inspectora consigue taparle tapa la boca y la saca a empujones del vagón. Lo hace aún con el riesgo de recibir un mordisco del perro; el cual, al escuchar al grito de su dueña, se ha puesto a ladrar efusivamente hacia la única persona que podía haber alarmado a su propietaria: Leire. Cuando consigue retornarla al descansillo y se dispone a calmarla, intentando evitar que el resto de los pasajeros se enteren de la noticia, la inspectora se da cuenta de que su esfuerzo ya es inútil. El espacio entre los vagones se llena con la presencia de los demás viajeros que salen en tropel de la cafetería, liderados por la estudiante de veterinaria, que es la única que no chilla y se dirige a la señora para calmarla. Cerrando el grupo, Oriol, el revisor, mira impotente a Leire haciéndole ver que le ha sido imposible evitar la salida en masa. El conglomerado de voces pidiendo explicaciones, unidos a los ladridos del perro, y a un persistente ataque de tos que sufre el señor mayor del pelo blanco, hacen que esta vez sea Leire la que se imponga al tumulto y calle a todos.

–¡Basta! –chilla todo lo fuerte que puede.

Los pasajeros paran su avalancha y se quedan en silencio. Hasta el perro se calla. Pero, como en todo grupo de personas, siempre hay alguno que toma la iniciativa y tiene que destacar sobre los demás. En este caso le toca al turno al señor del maletín.

–¿Qué ha pasado? Esta señora ha chillado que alguien se ha muerto… ¿Es el caballero del coronavirus?

La inspectora respira profundamente para ganar unos segundos antes de dar explicaciones. Un nuevo ataque de tos hace que los demás se separen del señor mayor y se agolpen junto a la policía, lo cual la agobia más todavía. Va a empezar a hablar cuando el nuevo aislado dice débilmente.

–No me encuentro bien, lo siento, creo que me voy a…

Y se desploma bruscamente contra la puerta cerrada que les permitiría a todos salir al ansiado andén de la estación.

 

Daniel Carazo Sebastián

Veterinario

Daniel Carazo: No es lo que parece, sino lo que es, foto libros daniel carazo

 

 

 

 

 

 

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