Daniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren-Capítulo Uno

Daniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren -Capítulo UnoDaniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren –Capítulo Uno

  La inspectora Leire Sáenz de Olamendi maldice su mala suerte. Llevaba esperando su traslado a Madrid desde hace varios meses y es justo ahora, en pleno inicio de la crisis sanitaria del coronavirus, cuando se lo conceden y tiene que irse.

Ella pensaba que le iban a retrasar el viaje. Por lo que sabe, el gobierno está a punto de declarar el estado de alarma y confinar a la población en sus domicilios. Es verdad que a los policías no les afecta la medida ya que ellos siguen trabajando, incluso más, pero yéndose a Madrid, Leire deja a su madre sola en Leza, su pueblo natal, y Madrid está bastante más lejos que Logroño, donde ella estaba destinada hasta ahora. No puede evitar agobiarse por ello.

El día anterior había llamado a su madre para comunicarle la noticia de su partida. A ella no le había hecho ninguna gracia; como buena madre se preocupó por ella.

–Pero hija, ¿a Madrid ahora?, ¿con el virus este atacando por ahí? ¡Si dicen que es justo allí donde hay más afectados!

–Ya lo sé, madre, pero son órdenes de arriba y no puedo desobedecer. Además, ya sabes cuanto tiempo llevo esperando este traslado.

–Las ganas que tienes de dejar la capital –para la madre de Leire Logroño es su capital, siempre se sintió más riojana que vasca, y todo lo que está fuera de La Rioja es el extranjero–, con lo bien que estás aquí, en tu tierra.

Leire ya le ha explicado mil veces que en Logroño no podía seguir. Aparte de ser imposible porque las plazas de inspector estaban todas ocupadas –y no había indicios de que se fuera a quedar ninguna libre–, ella quería salir de allí y demostrar su valía en otro lado; para ella Madrid era el destino ideal: una gran ciudad llena de delincuentes que había que perseguir y que le permitirían crecer profesionalmente. No se esforzó en repetir otra vez sus razones y se limitó a despedirse de ella cariñosamente.

–Tengo que preparar todo, madre. Mañana cuando llegue y me instale te llamo. No dejes de pedir ayuda a mis primos cuando nos aíslen en las casas.

–¡Aislarnos!, que exagerada, hija –nunca le creía cuando le adelantaba las medidas que iban a tomar las autoridades para intentar frenar el coronavirus.

Ahora, en la estación del AVE de Zaragoza, acordándose de su madre, Leire maldice una vez más el momento de su traslado; pero el altavoz que anuncia la llegada inminente de su tren no le da tiempo para pensar más.

La estación está vacía; la ausencia de viajeros hace que el frío habitual se potencie todavía más y hace que Leire esté deseando montarse en el tren. Ha madrugado mucho para que un compañero de la comisaría de Logroño le acercara hasta Zaragoza y eso le ha hecho tener que esperar allí, en la estación, bastante tiempo. Viaja casi sin equipaje, solo una trolley con lo imprescindible ya que la precipitación de la salida ha hecho que no tenga ni siquiera un sitio en Madrid al que irse a vivir; le han dado una plaza provisional en una residencia de la policía nacional, a la espera de que ella pueda buscar un pisito de alquiler. En ese momento podrá hacer la mudanza definitiva.

Se levanta de la mesa, en la cafetería donde ha estado esperando, se abrocha su habitual cazadora de cuero para templar un poco el cuerpo, le deja al camarero –que no se molesta ni en decirle adiós– dos euros encima de la mesa, y se dirige al control de seguridad. Por los pasillos sigue sin cruzarse con nadie, solo se escucha el rodar de su maleta y el ruido de fondo de su tren llegando al andén. El guardia de la empresa de seguridad privada, que controla el acceso a los andenes, le hace un ademán para que se pare casi a dos metros de donde está él. Leire le enseña desde esa distancia su placa de policía y esto hace que el segurata ni se moleste en controlarla más. Cuando Leire pasa por debajo del arco de seguridad, los pitidos que este emite al detectar el metal de su arma reglamentaria provocan un escándalo que se escucha en toda la estación, pero no llaman la atención de nadie.

La inspectora llega por fin al anden donde ya espera el tren que va hacia Madrid y, andando pegada a él, va buscando el vagón que tiene asignado en su billete. Cuando lo localiza se percata de que es el último vagón del convoy; le extraña que ese vagón, junto con el anterior, es como un anexo al resto del tren, es como si se hubieran añadido a la estructura uniforme del AVE.

En la puerta de acceso a su vagón la espera un hombre joven, bajito, más bien gordito, vestido con el inconfundible uniforme de Renfe y que muestra una sonrisa más profesional que natural. Leire le enseña el móvil donde tiene su billete electrónico y el revisor le permite subir.

–Pase por aquí por favor. Su asiento está al final del todo.

Cuando la policía entra en el vagón le extraña la poca gente que hay dentro. Se gira para preguntar al revisor, pero este –quizá acostumbrado a que todo el mundo le pregunte lo mismo– se le adelanta.

–Es por lo del coronavirus. Somos de los últimos viajes que permiten hacer, y nos han limitado tanto el número de viajeros como la distancia que tiene que haber entre cada uno de ustedes.

Leire asiente y sin mirar a sus compañeros de viaje accede al asiento que tiene asignado. No se molesta en subir la maleta al compartimento superior –ya que tiene sitio de sobra para dejarla a su lado–, ocupa su plaza y se dispone a adormilarse un poco en la hora larga que tiene antes de llegar a Madrid.

El tren cierra las puertas y sale de la estación sin que nadie se despida de nadie. Cuando va dejando atrás la zona urbana de Zaragoza y empieza a adquirir su velocidad de crucero, Leire se recuesta y cierra los ojos dispuesta a descansar, acción que rápidamente se ve interrumpida por la voz del joven revisor, quien plantado en mitad del pasillo anuncia.

–Señores viajeros, soy Oriol y estoy aquí para servirles en este viaje.

La inspectora se fija en que el hombrecillo se dirige solo a ella. Iza la cabeza un poco y observa como el resto de los escasos viajeros –de quienes ve solo la parte posterior de sus cabezas– ni le miran; seguramente ya les ha dado la misma explicación cuando salieron de Barcelona, que es de donde deben venir todos ellos. El tal Oriol sigue su discurso de manera muy correcta.

–Como somos pocos, si necesitan algo no duden en decírmelo. Ya saben que al ocupar dos vagones anexos al tren estamos solos en este vagón y la cafetería que nos han puesto a nuestra disposición.

Ahora entiende Leire la disposición de los dos últimos vagones que ha visto al subirse el tren. Han añadido uno extra para viajeros y les han dotado de los servicios de la cafetería para –al ser un AVE– cubrir los servicios mínimos que seguramente estén obligados a dar a los pasajeros. El empleado de Renfe sigue hablando sin dejar de mirar a Leire.

–Yo les espero ahí, precisamente en la cafetería, por si quieren tomar algo en el trayecto.

Dicho esto, se da media vuelta y abandona el vagón.

Leire lo agradece, recupera la postura de descanso y cuando vuelve a cerrar los ojos, le sobresaltan los Rolling Stones cantando en su teléfono móvil. Lo saca del bolsillo de la cazadora de cuero, que todavía no se ha quitado, y mira la pantalla: un número que no conoce la reclama. Normalmente, no contesta a los números ocultos, pero dada su nueva situación laboral decide responder.

–Inspectora Sáez de Olamendi –se identifica.

–Inspectora –responde una voz masculina–, soy el comisario Álvarez de Ayala, ¿cómo te va?, ¿ya estás por aquí?

Leire reconoce el nombre de su nuevo superior, a quien todavía no ha visto personalmente.

–Hola, comisario. Justo estoy viajando ahora, llegaré en algo más de una hora.

–Perfecto. Vaya momento has elegido para venir –Leire se sorprende del comentario, como si lo hubiera elegido ella–, nos han comunicado que hoy mismo van a declarar el estado de alarma, así que vas a empezar a tope; nos hacen falta todos los efectivos posibles para controlar esto.

La inspectora suspira, se teme que no le van a dar tiempo ni a instalarse, y el mismo comisario así se lo confirma.

–Voy a mandar una patrulla para que te recoja en Atocha y te traiga a la comisaría directamente, ya tendrás tiempo de dejar tus cosas en la residencia… o no, ya veremos. Aprovecha para descansar en el trayecto.

Dicho esto, el comisario corta la llamada sin darle más explicaciones. Leire suspira, pero es algo que ya esperaba que fuera así, y además ella va a su nuevo destino dispuesta a todo, y a demostrar su capacidad como cargo superior de la policía, por lo que se mentaliza y, haciendo caso a su superior, retoma su objetivo inicial de adormilarse un poco.

 

Daniel Carazo Sebastián

Veterinario

Daniel Carazo: No es lo que parece, sino lo que es, foto libros daniel carazo

 

 

 

 

 

 

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