Daniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren

Daniel Carazo: COVID-19 Aislados en el trenDaniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren

Capítulo Uno

La inspectora Leire Sáenz de Olamendi maldice su mala suerte. Llevaba esperando su traslado a Madrid desde hace varios meses y es justo ahora, en pleno inicio de la crisis sanitaria del coronavirus, cuando se lo conceden y tiene que irse.

Ella pensaba que le iban a retrasar el viaje. Por lo que sabe, el gobierno está a punto de declarar el estado de alarma y confinar a la población en sus domicilios. Es verdad que a los policías no les afecta la medida ya que ellos siguen trabajando, incluso más, pero yéndose a Madrid, Leire deja a su madre sola en Leza, su pueblo natal, y Madrid está bastante más lejos que Logroño, donde ella estaba destinada hasta ahora. No puede evitar agobiarse por ello.

El día anterior había llamado a su madre para comunicarle la noticia de su partida. A ella no le había hecho ninguna gracia; como buena madre se preocupó por ella.

–Pero hija, ¿a Madrid ahora?, ¿con el virus este atacando por ahí? ¡Si dicen que es justo allí donde hay más afectados!

–Ya lo sé, madre, pero son órdenes de arriba y no puedo desobedecer. Además, ya sabes cuanto tiempo llevo esperando este traslado.

–Las ganas que tienes de dejar la capital –para la madre de Leire Logroño es su capital, siempre se sintió más riojana que vasca, y todo lo que está fuera de La Rioja es el extranjero–, con lo bien que estás aquí, en tu tierra.

Leire ya le ha explicado mil veces que en Logroño no podía seguir. Aparte de ser imposible porque las plazas de inspector estaban todas ocupadas –y no había indicios de que se fuera a quedar ninguna libre–, ella quería salir de allí y demostrar su valía en otro lado; para ella Madrid era el destino ideal: una gran ciudad llena de delincuentes que había que perseguir y que le permitirían crecer profesionalmente. No se esforzó en repetir otra vez sus razones y se limitó a despedirse de ella cariñosamente.

–Tengo que preparar todo, madre. Mañana cuando llegue y me instale te llamo. No dejes de pedir ayuda a mis primos cuando nos aíslen en las casas.

–¡Aislarnos!, que exagerada, hija –nunca le creía cuando le adelantaba las medidas que iban a tomar las autoridades para intentar frenar el coronavirus.

Ahora, en la estación del AVE de Zaragoza, acordándose de su madre, Leire maldice una vez más el momento de su traslado; pero el altavoz que anuncia la llegada inminente de su tren no le da tiempo para pensar más.

La estación está vacía; la ausencia de viajeros hace que el frío habitual se potencie todavía más y hace que Leire esté deseando montarse en el tren. Ha madrugado mucho para que un compañero de la comisaría de Logroño le acercara hasta Zaragoza y eso le ha hecho tener que esperar allí, en la estación, bastante tiempo. Viaja casi sin equipaje, solo una trolley con lo imprescindible ya que la precipitación de la salida ha hecho que no tenga ni siquiera un sitio en Madrid al que irse a vivir; le han dado una plaza provisional en una residencia de la policía nacional, a la espera de que ella pueda buscar un pisito de alquiler. En ese momento podrá hacer la mudanza definitiva.

Se levanta de la mesa, en la cafetería donde ha estado esperando, se abrocha su habitual cazadora de cuero para templar un poco el cuerpo, le deja al camarero –que no se molesta ni en decirle adiós– dos euros encima de la mesa, y se dirige al control de seguridad. Por los pasillos sigue sin cruzarse con nadie, solo se escucha el rodar de su maleta y el ruido de fondo de su tren llegando al andén. El guardia de la empresa de seguridad privada, que controla el acceso a los andenes, le hace un ademán para que se pare casi a dos metros de donde está él. Leire le enseña desde esa distancia su placa de policía y esto hace que el segurata ni se moleste en controlarla más. Cuando Leire pasa por debajo del arco de seguridad, los pitidos que este emite al detectar el metal de su arma reglamentaria provocan un escándalo que se escucha en toda la estación, pero no llaman la atención de nadie.

La inspectora llega por fin al anden donde ya espera el tren que va hacia Madrid y, andando pegada a él, va buscando el vagón que tiene asignado en su billete. Cuando lo localiza se percata de que es el último vagón del convoy; le extraña que ese vagón, junto con el anterior, es como un anexo al resto del tren, es como si se hubieran añadido a la estructura uniforme del AVE.

En la puerta de acceso a su vagón la espera un hombre joven, bajito, más bien gordito, vestido con el inconfundible uniforme de Renfe y que muestra una sonrisa más profesional que natural. Leire le enseña el móvil donde tiene su billete electrónico y el revisor le permite subir.

–Pase por aquí por favor. Su asiento está al final del todo.

Cuando la policía entra en el vagón le extraña la poca gente que hay dentro. Se gira para preguntar al revisor, pero este –quizá acostumbrado a que todo el mundo le pregunte lo mismo– se le adelanta.

–Es por lo del coronavirus. Somos de los últimos viajes que permiten hacer, y nos han limitado tanto el número de viajeros como la distancia que tiene que haber entre cada uno de ustedes.

Leire asiente y sin mirar a sus compañeros de viaje accede al asiento que tiene asignado. No se molesta en subir la maleta al compartimento superior –ya que tiene sitio de sobra para dejarla a su lado–, ocupa su plaza y se dispone a adormilarse un poco en la hora larga que tiene antes de llegar a Madrid.

El tren cierra las puertas y sale de la estación sin que nadie se despida de nadie. Cuando va dejando atrás la zona urbana de Zaragoza y empieza a adquirir su velocidad de crucero, Leire se recuesta y cierra los ojos dispuesta a descansar, acción que rápidamente se ve interrumpida por la voz del joven revisor, quien plantado en mitad del pasillo anuncia.

–Señores viajeros, soy Oriol y estoy aquí para servirles en este viaje.

La inspectora se fija en que el hombrecillo se dirige solo a ella. Iza la cabeza un poco y observa como el resto de los escasos viajeros –de quienes ve solo la parte posterior de sus cabezas– ni le miran; seguramente ya les ha dado la misma explicación cuando salieron de Barcelona, que es de donde deben venir todos ellos. El tal Oriol sigue su discurso de manera muy correcta.

–Como somos pocos, si necesitan algo no duden en decírmelo. Ya saben que al ocupar dos vagones anexos al tren estamos solos en este vagón y la cafetería que nos han puesto a nuestra disposición.

Ahora entiende Leire la disposición de los dos últimos vagones que ha visto al subirse el tren. Han añadido uno extra para viajeros y les han dotado de los servicios de la cafetería para –al ser un AVE– cubrir los servicios mínimos que seguramente estén obligados a dar a los pasajeros. El empleado de Renfe sigue hablando sin dejar de mirar a Leire.

–Yo les espero ahí, precisamente en la cafetería, por si quieren tomar algo en el trayecto.

Dicho esto, se da media vuelta y abandona el vagón.

Leire lo agradece, recupera la postura de descanso y cuando vuelve a cerrar los ojos, le sobresaltan los Rolling Stones cantando en su teléfono móvil. Lo saca del bolsillo de la cazadora de cuero, que todavía no se ha quitado, y mira la pantalla: un número que no conoce la reclama. Normalmente, no contesta a los números ocultos, pero dada su nueva situación laboral decide responder.

–Inspectora Sáez de Olamendi –se identifica.

–Inspectora –responde una voz masculina–, soy el comisario Álvarez de Ayala, ¿cómo te va?, ¿ya estás por aquí?

Leire reconoce el nombre de su nuevo superior, a quien todavía no ha visto personalmente.

–Hola, comisario. Justo estoy viajando ahora, llegaré en algo más de una hora.

–Perfecto. Vaya momento has elegido para venir –Leire se sorprende del comentario, como si lo hubiera elegido ella–, nos han comunicado que hoy mismo van a declarar el estado de alarma, así que vas a empezar a tope; nos hacen falta todos los efectivos posibles para controlar esto.

La inspectora suspira, se teme que no le van a dar tiempo ni a instalarse, y el mismo comisario así se lo confirma.

–Voy a mandar una patrulla para que te recoja en Atocha y te traiga a la comisaría directamente, ya tendrás tiempo de dejar tus cosas en la residencia… o no, ya veremos. Aprovecha para descansar en el trayecto.

Dicho esto, el comisario corta la llamada sin darle más explicaciones. Leire suspira, pero es algo que ya esperaba que fuera así, y además ella va a su nuevo destino dispuesta a todo, y a demostrar su capacidad como cargo superior de la policía, por lo que se mentaliza y, haciendo caso a su superior, retoma su objetivo inicial de adormilarse un poco.

Capítulo Dos

 

A la inspectora le despiertan unas voces en el vagón. Cuando consigue despejarse, observa que una señora de cierta edad está increpando agresivamente a otro señor mayor, el cual, que por cierto parece demasiado abrigado para la temperatura que hace en el tren, no puede defenderse porque, cada vez que lo intenta, le sobreviene un acceso de tos. Entre ellos está el revisor, intentando mediar sin conseguirlo. Y para complicar la escena, un perrito que sostiene la señora en brazos no deja de ladrar.

Leire levanta la cabeza y, soportando el dolor del cuello por la mala postura que ha debido tener durante el sueño, observa al resto de pasajeros. Puede ver la parte posterior de cinco cabezas más, estirándose para observar la escena por encima de los reposa cabezas de sus respectivos asientos, pero todos quietos en sus sitios. Leire prefiere observar como sus compañeros de viaje, intentando evitar intervenir.

–¡Le digo que este señor está enfermo! –chilla de nuevo la señora dirigiéndose al empleado de Renfe –¿no ve lo abrigado que está?, ¡con el calor que hace!

El revisor intenta proteger al acusado evitándose acercarse a él.

–Señora, le insisto que no puede ser, si estuviera contagiado no estaría aquí –y dirigiéndose al señor– ¿no es así caballero?

El aludido quiere responder, pero un nuevo acceso de tos –que hace que tanto la señora como el revisor se alejen un poco más de él– no le deja.

–¿Lo ve? ¡Dios mío, vamos a morir todos! –exclama la acusadora.

–¡Señora, vale ya! –vuelve a intervenir el revisor– y dígale a su perro que se calle por favor.

El caballero de las toses levanta una mano pidiendo la palabra, y basta ese gesto para que los otros dos se callen, incluido el perro. Carraspea un poco y por fin consigue decir.

–Cálmese señora, no se preocupe que me separo de usted –y dirigiéndose al revisor prosigue–. La verdad es que no me encuentro muy bien; tienen el aire acondicionado tan fuerte que he debido coger frío –y un nuevo acceso de tos le hace callarse.

–¡Y vamos todos sin mascarilla! –vuelve a chillar la señora, lo que hace que el perro nuevamente empiece a ladrar–. ¡Haga el favor de sacar a este señor de aquí! –increpa al revisor.

El joven empleado de Renfe no sabe bien que hacer. Mira al enfermo con desconfianza, evitando claramente acercarse a él. Leire se da cuenta de que el resto de los pasajeros se empieza a poner nervioso y, aun sin intervenir, se levantan en sus asientos mirando a su alrededor para buscar una salida que no existe. Ella es consciente de que, si ese señor está enfermo, y existe la más mínima posibilidad de que tenga el dichoso coronavirus, ella, como agente de la autoridad, está obligada a intervenir y aislarlo de alguna manera. Se levanta y, antes de que entre a la discusión algún pasajero más, se acerca a ellos mientras la señora y el revisor siguen su particular debate.

–¡Como enferme mi Cuqui le denuncio! –dice ella abrazando a su perro, lo que hace que al menos este deje de ladrar y solo gruña.

–A su Cuqui le dice usted por favor, que se calle, que nos está levantando a todos dolor de cabeza.

Va a responder la señora, cada vez más airada, cuando por fin Leire se pone a su altura, saca la placa que le identifica como policía, e interviene.

–¡A tranquilizarse los dos! –dice demasiado enérgica para lo que pretendía– ¿No ven el escándalo que están montando?

Los increpados se giran y la miran sorprendidos por la interrupción. El perro aumenta los gruñidos, pero por lo menos no vuelve a ladrar, y el señor de las toses se desploma en su asiento algo aliviado porque alguien intervenga y ponga fin a esa situación. La señora, altiva, mira a Leire de arriba abajo, se intenta fijar en la placa que ella enseña –seguramente sin poder leer lo que pone en ella– y, poco convencida de quien puede ser, le replica.

–Vaya hombre. ¿Y usted quien es ahora?

–Soy la inspectora Sáez de Olamendi, de la policía nacional –Leire se da cuenta de que es la primera vez que hace uso de su nuevo cargo–. Para usted la autoridad.

–¿La autoridad? –responde la señora mirando un momento al revisor, quien se nota que también agradece que alguien más tome cartas en el asunto y aprovecha para alejarse un poco más del enfermo –. Pues entonces hágase usted cargo de la situación. Este caballero tiene todos los síntomas que dicen en la televisión que provoca el coronavirus, ¡y hemos viajado con él!

Leire mira al señor de las toses, quien permanece sentado en su butaca. Es verdad que va demasiado abrigado para la temperatura del vagón, y aun así aprecia como tiene escalofríos. Se está sujetando la cabeza entre las manos y hace verdaderos esfuerzos por no toser. El caballero de repente levanta su mirada y la fija en Leire, quien entiende como sus pequeños ojos marrones le están pidiendo ayuda. Decide actuar de forma preventiva, pero se da cuenta de que al enfermo es mejor no moverlo demasiado. Se dirige al revisor e intenta ganarse su confianza.

–Oriol, ¿verdad? –quiere confirmar su nombre recordando que lo había dicho al inicio del viaje.

El aludido asiente con la cabeza.

–¿Has dicho antes que tenemos acceso a la cafetería?

El revisor vuelve a asentir y señala con la cabeza la única salida del vagón.

–¿Hay alguien más en ella?

–No… es solo para nosotros, cortesía de Renfe. Como añadieron este vagón al convoy habitual, y no tenemos acceso al resto de servicios del tren, pusieron un pequeño vagón cafetería para darles todos los servicios.

–Perfecto –y dirigiéndose al resto de viajeros prosigue–. Si les parece vamos a dejar a este caballero aquí, descansando, y nos vamos a pasar todos a la cafetería hasta que lleguemos a Madrid, que no debe faltar mucho.

El revisor reacciona y aliviado por salir del vagón y alejarse del enfermo, anima al resto de pasajeros a salir.

–Por esa puerta, por favor.

Salen todos delante de él, intentando pegarse al lado contrario del pasillo cuando pasan al lado del enfermo. Leire se queda sola con el señor y, sin acercarse demasiado a él, decide interrogarle sobre su situación para valorar la gravedad de las medidas preventivas que debe adoptar.

–¿Cómo se encuentra?

El aludido, ya sin disimular sus síntomas, le explica.

–No estoy bien, señorita. Tengo que ser sincero con usted. Ayer estuve en el Clínic, en Barcelona. Me dijeron que los síntomas que tenía podían ser el coronavirus y que me iban a hacer la prueba; pero no me esperé y en cuanto tuve la oportunidad de salir de allí, volví a mi casa. No fue difícil dado el caos que había.

–¿Perdone? –Leire no da crédito a lo que le dice el hombre– ¿Es usted consciente de la irresponsabilidad de lo que me está contando? ¡Podría tener el virus y estar propagándolo por ahí libremente!

–Ahora soy consciente de mi error–responde abatido el señor–. No debería haberlo hecho, pero había quedado hoy en venir a Madrid para ayudar a mi hija con mis nietos; ella está separada y tiene que seguir trabajando, no se puede hacer cargo de ellos todo el día, y si los deja solos le da miedo perder la custodia… A lo mejor es un simple resfriado por al aire acondicionado, en estos sitios…

–Usted sabe, como yo, que eso no es así –Leire no le deja terminar–. Si ya salió enfermo de Barcelona no puede culpar al aire acondicionado. Es usted un irresponsable; por usted mismo y por los demás que hemos viajado con usted en este tren.

El señor ya no responde. Sigue evitando toser y se queda cabizbajo en su asiento. La inspectora piensa rápido. Lo primero que se le ocurre es que tiene que dar parte a sus nuevos superiores en Madrid para que nada más llegar aíslen al enfermo, y si es el caso a todos ellos; pero para hacerlo prefiere que el resto de los viajeros no la escuche, así no creará más alarma. Decide dejar al señor ahí sentado, asegurarse de que el resto de los pasajeros se queda en la cafetería y meterse ella en el baño –es la única estancia que queda separada de las otras dos– para hacer las llamadas pertinentes. Sale del vagón sin decirle nada al supuesto enfermo y, antes de entrar en el baño, busca la colaboración del revisor.

–Oriol, por favor –le llama asomándose a la entrada de la cafetería.

Ante la mirada de los que están allí presentes, el revisor se pone nervioso, pero acierta a entender que la policía quiere que salga para decirle algo. Deja el lugar que había ocupado, detrás de la barra, y acompaña a la inspectora fuera.

–Me tienes que ayudar –le dice ella una vez solos–. Es posible que ese señor tenga el coronavirus.

–¿Cómo? -exclama él asustado.

–Tranquilo. Si lo tiene y ha viajado con nosotros, ya poco podemos hacer. Pero somos los responsables de esta situación –lo dice para compartir con él la autoridad, estando segura de que eso le va a gustar–, y necesito tu colaboración.

Efectivamente, el revisor ve estimado su cargo en el tren y demuestra, con un cambio involuntario de postura, que valora el reconocimiento.

–Usted dirá –responde más solícito.

–Por ahora necesito que nadie entre a ese vagón. Mantén a todos en la cafetería. Voy a llamar a mis compañeros de Madrid para gestionar la llegada y saber qué hacer hasta entonces; y para que no me oigan entraré al baño, porque no hay otro sitio donde pueda estar sola, ¿no?

–Ya le he explicado que desde aquí no tenemos acceso al resto del tren –dice con algo de hastío por repetir lo que ya había dicho–. Solo podemos estar en el vagón, en este descansillo, en el aseo, o en la cafetería.

Leire asiente y haciéndole una seña para que vuelva con los demás, se espera a que lo haga, y entonces se introduce en el pequeño aseo, cerrando la puerta, para hacer su llamada de teléfono.

 

Capítulo Tres

 

–¿Inspectora? –responde el comisario Álvarez de Ayala al primer tono de la llamada– ¿ya estás en la comisaría?

–No comisario –empieza a explicar Leire intentando calmarse–, todavía estoy de viaje, aunque llegando ya a Madrid.

–¿Entonces? –se nota que el comisario no está acostumbrado a que le llamen sus subordinados sin una causa muy justificada.

–Pues es que tengo un problema –ante el silencio de su interlocutor, la inspectora decide seguir–. Viajamos con un señor que seguramente es positivo al coronavirus.

–¡Lo que faltaba! –Leire se imagina que en Madrid están sobrepasados con las infecciones y cualquier complicación relacionada con el virus es un peso extra sobre algo ya muy cargado –. Espera a ver… Le voy a decir al inspector jefe que te llame y te organizas con él; es tu superior directo aquí en Madrid. ¡Suerte inspectora!

Diciendo esto, el comisario corta la comunicación dejando a Leire sin derecho a réplica. Ella se queda un momento con el teléfono todavía pegado a la oreja, como si le fueran a transferir la llamada. Cuando ya está bajando el móvil, y pensando que va a tener que tomar decisiones ella sola, le sorprende una vez más la sintonía de I’m free, de los Rolling, el tono que eligió para recibir llamadas cuando supo que le habían dado el destino en Madrid y salía por fin de su encierro en Logroño. “Voy a tener que cambiar este tono” –piensa–, “no creo que sea buena tarjeta de presentación en mi nuevo destino”.

–Inspectora Sáez de …

–Sé quién eres, inspectora, te he llamado yo –le interrumpe una voz grave, como de locutor de radio–. Soy tu inspector jefe: Roberto Puig.

No da tiempo a que Leire responda. El inspector jefe sigue hablando precipitadamente.

–Me ha dicho el comisario que viajas con “un positivo”, ¿es así? –y nuevamente sin dejar lugar a respuesta, continúa–. ¡Qué putada! ¿Sois muchos los que estáis con él?, ¿qué posibilidades de aislamiento tenemos?

Antes de que sigan las preguntas, la inspectora intenta exponer la situación. Le explica a su jefe quién es y donde tiene aislado al enfermo, el número de viajeros que le acompañan, y la situación tan particular de limitación de espacio en la que están viajando; así como que hasta el momento solo ella sabe que puede ser positivo al coronavirus. Lo que oculta es que está hablando con él sentada en el minúsculo retrete del vagón, no cree que haga falta que lo sepa y no puede evitar sentirse algo ridícula.

–Bien gestionado –le felicita el inspector jefe, cosa que Leire agradece siempre de un superior–. Voy a dar orden de que cuando lleguéis a Madrid no os dejen bajar a ninguno del tren, al menos hasta que los médicos nos digan lo contrario u os podamos trasladar a algún lugar seguro de aislamiento. No sabes cómo estamos por aquí con este puto virus. Mientras tanto mantén a ese señor separado del resto y trata de que Renfe invite a los demás a tomar algo en esa cafetería donde esperan. Si hay algo gratis siempre las crisis son más llevaderas. Te voy llamando inspectora. ¡Ánimo y suerte!

Al igual que el comisario, el inspector jefe corta la llamada sin dejar a Leire hacer más preguntas. De todas maneras –piensa ella mientras guarda su teléfono– tampoco hay mucho más que pueda hacer ella desde allí dentro. Aprovecha un momento para refrescarse un poco en el diminuto lavabo, se coloca un poco la melena rizada, y sale del aseo dispuesta a que todo el mundo espere tranquilo hasta la llegada de nuevas órdenes.

Una vez en el espacio entre los dos vagones, antes de entrar en la cafetería, decide asomarse al vagón de pasajeros a comprobar cómo se encuentra el enfermo. Desde la puerta lo observa y lo encuentra con medio cuerpo tumbado en el asiento de al lado al que está él, en una postura demasiado incómoda como para que se haya dormido. “O está muy mal –piensa Leire– o a este señor le ha pasado algo”.

–¡Caballero! –le llama sin acceder al vagón–… ¡Señor! ¿Está usted bien?

Al no obtener respuesta, la inspectora activa involuntariamente su alarma interna. Se acerca un poco al asiento del hombre y repite su llamamiento, nuevamente sin respuesta. Ya está demasiado cerca como para que no le oiga, aunque esté profundamente dormido y el señor sigue sin moverse, medio caído entre los dos asientos. Leire tiene miedo a tocarle, por lo del virus, pero sabe que no puede hacer otra cosa; cada vez está más segura de que le ha pasado algo: está mareado, ha perdido el conocimiento, o lo que sea. Finalmente, se pone a su altura y le empuja suavemente en un hombro para que se despierte; la sorpresa de la policía es mayúscula cuando el enfermo –en respuesta a su presión– lo que hace es desplomarse hacia delante, golpeándose la cabeza con el respaldo del asiento delantero; y ni aún así recupera la consciencia.

Leire no puede evitarlo y –olvidándose de todas las medidas preventivas sanitarias a tomar ante un posible positivo a coronavirus– rodea con sus brazos al señor para colocarle en una postura normal. Cuando lo consigue, confirma que ha movido un cuerpo inerte. No se lo puede creer. Para asegurarse de lo que ya sabe, le palpa el cuello buscando un pulso inexistente. Efectivamente, no lo encuentra; pero lo que si descubre es una gota de sangre debajo de donde ha apoyado ella su mano. La policía, más incrédula todavía, se mira los dedos y comprueba que es sangre lo que los ha manchado, inconscientemente se los limpia en la tapicería del asiento y los vuelve a mirar buscando –sin encontrarla– alguna herida de la que haya podido manar el fluido. Vuelve a inspeccionar la zona del cuello que ha tocado y confirma que la sangre sale de una pequeñísima marca que hay en el lateral del cuello del muerto. Su “modo investigadora” –como llama ella a su estado, cuando se olvida de que es persona y solo actúa como policía– se pone a funcionar inmediatamente. Busca razones para entender lo que ha podido pasar allí mientras ella no estaba. Está claro que el señor está muerto, pero no estaba como para morirse, ni esa marca sangrante en el cuello explica una muerte natural. Busca por el suelo, o en los asientos, algo que pueda haber provocado la pequeña herida; por supuesto no encuentra nada. Además, no hay más restos de sangre en ningún sitio, ni siquiera cayendo por el cuello del difunto, solo esa pequeña gota que ha brotado y ya, lo que le lleva a pensar que es una herida hecha con algo muy fino. Se acuerda de las marcas presentes en los brazos de los toxicómanos –se ha hartado de verlas en las largas noches de guardia en Logroño, cuando los tenía que recoger y llevar al hospital– por lo que identifica la causa de la herida como un pinchazo, seguramente realizado con una aguja hipodérmica muy fina. Pero lo que no entiende es qué ha podido pasar. Si el señor se hubiera inyectado algo y le hubiera dado reacción, o incluso se hubiera suicidado ante la posibilidad de contagiar el coronavirus, lo normal que es se le hubiera caído la jeringuilla cerca de él, y allí no hay nada. Por si acaso hurga en los bolsillos del cadáver, le abre las manos, levanta sus piernas, … nada, no encuentra nada.

Está claro que a ese hombre le han inyectado algo, y si ha sido así, ha tenido que ser alguno de los demás viajeros del tren. Leire hace unas respiraciones. En estos casos su experiencia le dice que no mostrar públicamente sus cartas le hace ser mejor jugadora, y si efectivamente alguien ha asesinado a ese señor, cuando más tarde en darse cuenta de que ella lo sabe, mejor. Decide dejar el cadáver donde está y pasar a la cafetería como si no lo hubiera visto; y en el caso de que se encuentre una situación de crisis y le diga alguno que el señor se ha muerto, entonces ocultará que sabe que ha sido premeditado. Tiene que esforzarse y estudiar bien la actitud de sus compañeros de viaje.

Se levanta, hace una última inspección estéril de los asientos donde está el difunto y del resto del vagón mientras sale de él, y se encamina a la cafetería con toda la normalidad que es capaz de aparentar.

 

Capítulo Cuatro

 

Leire accede a la cafetería deteniéndose un momento en la entrada, desde donde puede ver a todos los viajeros. Están en completo silencio, no sabe si han enmudecido ante su aparición, o ya estaban callados de antemano; lo único que hacen es mirarla ella, quizá esperando alguna explicación. La policía pasea su mirada por cada uno de ellos, buscando infructuosamente indicios de nerviosismo o algo parecido.

Sentadas en los dos únicos asientos, justo al lado de la barra, están la señora mayor del perro y una chica joven. La señora abraza a su mascota como si quisiera esconderla y protegerla del virus que ella misma sospechó en el ya difunto; mira un momento a la inspectora e inmediatamente, haciendo signos evidentes de reprobación con la cabeza, se vuelve a centrar en los mimos al animal. La chica joven, de unos veintitantos años, aguanta un rato más observando a Leire; lo hace con poco disimulo, pero a la policía le da la impresión de que más bien está haciendo un repaso inocente de su aspecto, como se miran a veces dos mujeres entre sí. La joven, una vez que parece satisfecha, sonríe abiertamente, aprobando así su aspecto, y se gira hacia el perrito intentado que su propietaria le abra un resquicio para poder acariciarlo.

Detrás de ellas, de pie, están tres hombres. Uno de ellos, pegado a la ventana que está cerca de las dos mujeres, es un chico también joven, quizá algo mayor que la chica sentada cerca de la barra. Viste vaqueros gastados y una camiseta de Los Ronaldos; es, sin duda, el más alto de los allí presentes. Sus ojos se cruzan un momento en los de la policía, justo cuando ella le mira a él, pero rápidamente vuelven a concentrarse en el paisaje exterior. Leire le observa con un poco más de detenimiento, parece incómodo –o le da la sensación a ella– y al seguir su mirada al exterior comprueba cómo la marcha del tren ha disminuido considerablemente; además, el paisaje, más urbano, le indica que están entrando en Madrid. “Tengo que darme prisa” piensa la inspectora.

También de pie, pero en el otro lateral vagón, están los dos últimos pasajeros: dos señores que, como los demás, se han quedado mirándola, esperando alguna novedad. Uno de ellos, de edad parecida a la del difunto, no aparta la mirada cuando se cruza con la de la policía, se la mantiene hasta que la retira ella. Es un hombre de pelo escaso y cano, bien peinado hacia atrás, que viste arreglado, con camisa y corbata, pero con una chaqueta de lana fina, “como la mayoría de los abuelos” reflexiona Leire. Se le ve tranquilo y paciente ante la extraña situación. Y el último viajero es otro señor, este de mediana edad, mayor que Leire, pero evidentemente más joven que su acompañante –al menos en ese momento–, también trajeado y seguramente acostumbrado a ello como indica el nudo laxo de la corbata que suelen lucir los que la llevan a diario. Tiene a los pies un maletín típico de ejecutivo o comercial y, aunque mira como todos a la inspectora, su cuerpo girado hacia el lado contrario indica que debía estar hablando con el otro señor. Cuando Leire lo analiza, percibe como se incomoda y evita la situación colocando mejor su maletín, que se ha inclinado con un movimiento del tren.

La inspectora es consciente de que todos esperan que ella diga algo, y va a iniciar unas palabras de tranquilidad cuando le sorprende a su izquierda la voz de Oriol, el revisor, que sale del espacio de trabajo que tienen los camareros detrás de la barra y se apoya en la misma con naturalidad.

–Qué tal inspectora, ¿quiere usted tomar algo? –y haciéndole una mueca de complicidad sigue–, Renfe invita.

Leire se da cuenta de que es el único algo consciente de la situación y decide hablar con él primero, pero sin que los demás estén presentes, aunque eso implique el riesgo de que pueda ver al muerto. Necesita saber si han estado todos allí, juntos, o alguno ha salido de la cafetería.

–No gracias Oriol, está todo bien –le responde.

Por educación, antes de centrarse en el revisor, se interesa primero por el grupo.

–¿Y ustedes, están todos bien?

–¿Cómo vamos a estar bien si hemos podido contagiarnos del coronavirus? –responde airada la señora del perro.

La inspectora aprecia un asentimiento generalizado del resto del grupo. No puede dejar que se alarmen, ya habrá tiempo para eso cuando no les dejen salir del tren y descubran que el señor de fuera, además de ser sospechoso de tener el virus, está muerto. Tiene que darles sensación de confianza.

–La entiendo señora. Si me permite, para dirigirme a usted, ¿su nombre es?

–Rosario Muñoz Aramendi –responde altiva.

–Bien, Rosario, no se preocupe que ya me he puesto en contacto con mis superiores en Madrid y están tomando todas las medidas necesarias para atendernos en cuanto lleguemos. Habrá un equipo médico esperándonos y nos indicarán como proceder.

–Y espero que también un veterinario –le contesta ella abriendo un poco sus brazos y mostrando al perro–, porque ya me dirá qué sabe un médico sobre el coronavirus en las mascotas.

–No se preocupe por su peludito, señora –interviene la chica joven que la acompaña en la barra–. Soy veterinaria, o casi, porque solo me falta el trabajo de fin de grado para terminar, y le puedo confirmar que los perros no sufren el coronavirus, al menos este que nos está afectando a las personas ahora.

La señora, al conocer los estudios de su interlocutora, relaja su postura hacia ella y permite que acaricie a su mascota. Leire aprovecha que la mujer relaja su enfado hacia ella e interviene de nuevo dirigiéndose a la estudiante.

–Gracias…

–María, María García –responde la joven.

–Gracias María –y comprobando que ninguno de los allí presentes dice nada más, retoma su intención de salir con el revisor –. Si me permiten vamos a salir un momento Oriol y yo, para organizar nuestra llegada –no se le ocurre otra excusa–, y en cuanto tenga claro qué tenemos que hacer, yo les informo.

El joven y el de aspecto de jubilado asienten, el caballero del maletín va a intervenir, pero Leire se le adelanta. Necesita saber qué ha pasado y el tren cada vez disminuye más su velocidad.

–Oriol, si me acompañas un momento –le dice señalando a la puerta de la cafetería.

El aludido sonríe. La inspectora tiene cada vez más claro que, cuanta más importancia le de a su cargo de empleado de Renfe, y eso le signifique ante los demás como miembro de la autoridad, más a su favor lo va a tener, y va a necesitar su apoyo cuando se descubra que el enfermo ha fallecido.

Salen los dos de la estancia y, una vez fuera, aunque Leire intenta que el revisor se quede de espaldas al vagón de pasajeros, este se gira y consigue mirar a su interior. La postura del muerto, ya sentado más fisiológicamente, pero con los ojos abiertos y la mirada inerte fija en el techo, su tez pálida y la boca medio abierta, hace muy evidente su falta de vida. Oriol alcanza a verlo, se queda mirándole fijamente, como si no se creyera lo que está viendo, hace dos o tres intentos de hablar sin conseguirlo y por fin acierta a tartamudear.

–Pero ese señor…, ese señor…, está… –y mirando a Leire cambia la afirmación a interrogación– ¿está…?

–Está muerto –le confirma ella más directa de lo que debería hacerlo.

El revisor mira alternativamente al muerto y a la policía. Es evidente que no sabe qué hacer. Leire, poniéndose un dedo en los labios, le indica que no se alarme y sobre todo que mantenga el silencio; con la otra mano le señala el vagón cafetería donde les espera el resto. Oriol parece entender y hace un esfuerzo por tranquilizarse. Centra entonces su mirada en la policía, esperando instrucciones.

–Ese hombre está muerto, Oriol –le repite ella, como asegurándose de que es consciente de la situación–, y no estoy segura de que nos haya dejado de forma natural.

El revisor le mira con los ojos muy abiertos.

–¿Quiere decir que…?

–Que puede ser que alguien se lo haya cargado.

–Pero eso no puede ser…, ¿cómo?, ¿y por qué?

–No tengo ni idea. Por eso te he hecho salir. Necesito saber si alguno ha salido de la cafetería en el rato que yo he estado llamando a mis jefes. Tú los has acompañado todo el rato.

El revisor parece pensar un poco. Intenta no mirar al interior del vagón de pasajeros. Por fin responde.

–Creo que no…

–¿Crees, Oriol? –le interrumpe ella– Tienes que estar seguro.

–Al entrar a la cafetería les he ofrecido tomar algo. En principio, ninguno me ha pedido nada, pero luego el señor más mayor me ha pedido un café y algo dulce de comer. Me he pasado a la parte de dentro de la barra y he buscado por las neveras a ver qué teníamos, y en ese momento no estaba viendo a todos. Sí, he oído como alguno de los pasajeros ha salido de la cafetería, porque he oído la puerta, pero me temo que no he visto quien ha sido.

–¿Y alguien ha llegado a salir?, ¿y no tienes ni idea de quién ha podido ser? –le atropella con las preguntas Leire.

–Mmmm, no, lo siento –responde Oriol tras pensarlo un poco–. Sí he oído al señor del traje decir que se había dejado algo en el vagón –Leire piensa en el maletín que tenía ese viajero junto a sus pies, no le había dado la sensación de que lo hubiera cogido al salir–, y el otro quería pasar al baño.

–¿Pero ha salido de la cafetería entonces? –pregunta algo enfadada Leire.

–Alguien sí…, pero muy poco tiempo. En el baño estaba usted, y quien sea ha vuelto enseguida, porque cuando yo he mirado estaban todos en su sitio.

–¿Y el del traje llevaba el maletín?

Oriol duda. Se está volviendo a poner demasiado nervioso.

–El maletín… yo creo que ya lo tenía…, o no… ¡Lo siento inspectora! –exclama al final– no me he fijado.

Leire decide no presionarle más. Cuando está pensando en como continuar con la investigación, vuelven a sonar los Rolling Stones en su teléfono móvil. Mira la pantalla y reconoce el número desde el que le ha llamado antes el inspector jefe. Le hace una seña al revisor para que se quede a su lado, pero en silencio, y contesta la llamada.

 

Capítulo Cinco

 

–Inspectora –empieza sin más rodeos su superior–, ¿cómo lo llevas?, ¿qué tal el enfermo?

Leire no sabe por dónde empezar.

–Muy complicado jefe –se toma la licencia de llamarle así, como si tuvieran una confianza a la que lógicamente no han llegado–. Hay muchas novedades aquí dentro.

Acto seguido le expone la situación al su superior, el cual, mientras escucha, solo interrumpe su silencio para lanzar suspiros de desesperación. La inspectora, mientras habla, mira fijamente al revisor –a quien tiene delante escuchando atentamente– asegurándose de que va siguiendo las explicaciones.

–Tenemos un buen marrón planteado –exclama como respuesta el inspector jefe–. Yo realmente te llamaba porque tu tren está entrando ya en Atocha, y tienes que comunicar a los pasajeros que no van a poder abandonar el convoy hasta que nos aseguremos que vais a salir aislados y directos a un hospital; lo cual, como te podrás imaginar, va a requerir su tiempo. Los sanitarios están totalmente desbordados.

–Entiendo –se resigna Leire–. Me encargaré de esto lo mejor posible, no se preocupe.

–Ya no solo es el aislamiento, inspectora, además ahora tienes un muerto y por lo que dices un asesino entre tus compañeros de viaje… Si ves que la cosa se descontrola me llamas y me paso el aislamiento por los cojones… ¡Te mando a los GEOS si hace falta!

Leire no puede evitar sonreír. No conoce a su superior, pero le está dejando claro que la seguridad de sus subordinados es primordial para él. Aun sin estar segura de poder hacerse con la situación, intenta tranquilizarlo para estar a la altura de su nuevo cargo. “Vaya manera de empezar”, se lamenta en silencio. Los dos policías quedan en comunicarse ante cualquier novedad y terminan la llamada. Leire, mientras piensa, se queda mirando todavía un momento al revisor, el cual, intimidado, baja los ojos porque no sabe cómo actuar. La inspectora se da cuenta de que lo está incomodando involuntariamente y toma de nuevo la iniciativa.

–Oriol. Te necesito a mi lado, ya te lo he dicho –el aludido asiente y vuelve a levantar la mirada–. Vamos a pasar a la cafetería y voy a informar a todos de lo que acabas de oír: nos tenemos que quedar aislados hasta que vengan los sanitarios a sacarnos con seguridad.

–¿Y el difunto? –pregunta tímidamente el revisor sin querer mirar hacia el aludido.

–Por ahora, si puedo evitar que se sepa, mejor. Iré hablando con los pasajeros; no se cómo, pero necesito que tú me ayudes si se ponen nerviosos.

Oriol asiente en silencio.

Justo cuando van a entrar de nuevo a la cafetería, el tren se detiene por completo, y chocan con el resto de los viajeros, que salen de la estancia dispuestos a recoger sus pertenencias para bajar al andén. Leire frena a todos y, aguantando sus protestas, les obliga a entrar de nuevo a la cafetería. Una vez consigue tenerlos a todos dentro –curiosamente se colocan como estaban durante el trayecto final del viaje– les actualiza la parte de su situación que le interesa.

–Me temo que vamos a tener que esperar todos aquí un rato. Ante la sospecha de que el caballero de fuera sea positivo a coronavirus, mis superiores han prohibido que bajemos de este tren sin las medidas de seguridad pertinentes.

–¡Ya lo decía yo! –exclama la señora del perro –, de aquí salimos todos contagiados… ¡Y a mi edad, que soy de riesgo!

–¡Hay que joderse! –protesta también el hombre del maletín.

Los demás aguantan molestos, pero en silencio, esperando más explicaciones de la inspectora. Leire realmente no sabe bien como seguir. Quiere hablar con todos ellos y lo ideal es que fuera por separado, pero no tiene sitio ni modo de hacerlo sin que sospechen que ha pasado algo serio con el enfermo. Está intentando encontrar el modo, cuando –como por otro lado es lógico– el discurrir de los acontecimientos le hace el trabajo.

–Habrá que ayudar a ese señor de ahí fuera, ¿no? –dice con toda su buena intención la estudiante de veterinaria–, le hemos dejado realmente mal. ¿Han mirado a ver cómo está?

–Tal y como estamos, ¡a ver quien se atreve a cuidarlo! –responde el joven alto y delgado; que no quita ojo a la estudiante.

–Eso si no la palma… –interviene nuevamente el señor del maletín.

Esta respuesta deja a todos callados, mirándole con extrañeza, y a Leire alerta al cien por cien, preguntándose si el comentario habrá sido casualidad o despiste.

–Tenemos que estar tranquilos –interviene la inspectora–. Del señor de fuera, nos ocupamos nosotros; por ahora vamos a dejarle descansar, y los demás vamos a esperar aquí, como he dicho antes. Otra cosa –añade tras una breve pausa, en la que la cabeza de la policía no deja de funcionar–: me gustaría hablar con cada uno de ustedes, me lo han pedido mis superiores, para conocer sus necesidades y organizar los traslados y aislamientos. Lo que pasa es que no quiero que nadie cuente intimidades en público si no le apetece, con lo que puedo ir saliendo con cada uno al espacio entre los dos vagones y vamos teniendo esa breve conversación. ¿Les parece?

Nadie contesta. Alguno, como el señor mayor del pelo blanco, asiente mecánicamente; pero en general lo que recibe Leire, son caras de fastidio y actitudes de resignación. Al mirar al señor mayor, Leire percibe que está con temblores, como si tuviera escalofríos, y eso le preocupa, pero prefiere no alarmar al resto de viajeros, sobre todo a la señora del perrito que es con diferencia la más enfadada.

–Oriol, por favor –se dirige al revisor, que se ha mantenido detrás de ella durante toda la exposición–, ¿por qué no pasas de nuevo a la barra y sirves algo a cada uno? Mientras, yo les voy llamando desde fuera.

El aludido obedece agradecido por tener algo que hacer. Una vez en su puesto, va preguntando a los viajeros y preparando lo que le piden… a todos menos al señor mayor, que argumenta que no se encuentra bien y prefiere no tomar nada.

Leire va a salir de la cafetería cuando reclama una vez más su atención la señora mayor.

–Oiga, señorita, ¿yo también tengo que salir? Lo digo porque si me deja ser la primera, aprovecho y cojo algo de comer para mi Cuqui, que no creo que Renfe nos dispense premios para perros.

Leire mira al resto a ver si alguno tiene inconveniente, y como no recibe ninguna apreciación en contra, le hace una seña a la señora para que la acompañe fuera. Salen las dos y, una vez en el espacio entre los vagones, cuando Leire se va a girar para ponerse frente a su primera interrogada, la señora, haciendo gala de una rapidez que la inspectora no se podía imaginar, la sobrepasa y se introduce sin remedio en el vagón de pasajeros diciendo.

–Lo primero es lo primero, inspectora, y mi Cuqui está deseando comer algo.

Cuando Leire reacciona y entra detrás de ella, la encuentra de pie, al inicio de las filas de asientos, mirando desde ahí fijamente al cadáver –que por cierto se ha vuelto a desplomar hacia delante–. De manera casi autómata tapa los ojos a su perro y tartamudea.

–Pero… este señor… ¿usted ha visto que…?

La inspectora intenta girarla para sacarla del vagón y explicarle, pero no lo consigue. Ella está fija en su posición, y respirando además cada vez más deprisa, lo cual hace temer a Leire que le pase algo o que empiece con una crisis de ansiedad. Por fin, la señora retira su mirada del cuerpo inerte, la clava en la policía y, sin previo aviso, chilla.

–¡Aaaaaaaaaaaaaaaaah…! ¡Se ha muerto!

La inspectora consigue taparle tapa la boca y la saca a empujones del vagón. Lo hace aún con el riesgo de recibir un mordisco del perro; el cual, al escuchar al grito de su dueña, se ha puesto a ladrar efusivamente hacia la única persona que podía haber alarmado a su propietaria: Leire. Cuando consigue retornarla al descansillo y se dispone a calmarla, intentando evitar que el resto de los pasajeros se enteren de la noticia, la inspectora se da cuenta de que su esfuerzo ya es inútil. El espacio entre los vagones se llena con la presencia de los demás viajeros que salen en tropel de la cafetería, liderados por la estudiante de veterinaria, que es la única que no chilla y se dirige a la señora para calmarla. Cerrando el grupo, Oriol, el revisor, mira impotente a Leire haciéndole ver que le ha sido imposible evitar la salida en masa. El conglomerado de voces pidiendo explicaciones, unidos a los ladridos del perro, y a un persistente ataque de tos que sufre el señor mayor del pelo blanco, hacen que esta vez sea Leire la que se imponga al tumulto y calle a todos.

–¡Basta! –chilla todo lo fuerte que puede.

Los pasajeros paran su avalancha y se quedan en silencio. Hasta el perro se calla. Pero, como en todo grupo de personas, siempre hay alguno que toma la iniciativa y tiene que destacar sobre los demás. En este caso le toca al turno al señor del maletín.

–¿Qué ha pasado? Esta señora ha chillado que alguien se ha muerto… ¿Es el caballero del coronavirus?

La inspectora respira profundamente para ganar unos segundos antes de dar explicaciones. Un nuevo ataque de tos hace que los demás se separen del señor mayor y se agolpen junto a la policía, lo cual la agobia más todavía. Va a empezar a hablar cuando el nuevo aislado dice débilmente.

–No me encuentro bien, lo siento, creo que me voy a…

Y se desploma bruscamente contra la puerta cerrada que les permitiría a todos salir al ansiado andén de la estación.

 

Capítulo Seis

 

Cogen al nuevo enfermo entre Leire y el chico joven de la camiseta de Los Ronaldos y, por indicación de la policía –que no quiere que entre nadie más al vagón donde está el muerto– lo introducen nuevamente en la cafetería. El hombre está semi inconsciente, balbucea algunas palabras y no hace más que tocarse insistentemente uno de sus muslos. Lo colocan sentado en una de las butacas de la barra e intentan sujetarlo para que no se vuelva a desplomar. La puerta de la cafetería no se llega a cerrar porque las cabezas de los compañeros de viaje están asomadas queriendo saber qué pasa, pero sin acercarse. Una vez más es la señora mayor la que calienta el ánimo de los demás.

–¡Otro contagiado! Inspectora, como no haga algo vamos a caer todos.

Leire intenta no entrar a la discusión que insistentemente le lanza la señora, pero el estrés también hace mella en su ánimo y finalmente estalla.

–¡Y qué quiere que haga yo, señora! ¡No soy yo la que no les deja bajar del dichoso tren!

–Y encima pierde los papeles… Pues en buenas manos estamos –exclama la señora girándose al resto.

La inspectora sabe que tiene que recuperar la compostura, tiene que llevar las riendas de la situación en todo momento, por esas personas y por ella misma; si no, la situación puede ser un caos.

Mira al señor que todavía sostiene entre sus brazos. Está muy pálido, sudando, y no deja de intentar decir algo referido a su pierna. Sin embargo, Leire lo nota caliente, como con fiebre, lo cual no le encaja mucho con una bajada de tensión. Recuerda que ya lo ha visto con escalofríos hace un rato y le preocupa que efectivamente pueda ser otro contagiado de coronavirus. Se fija en su ayudante con el enfermo; todavía sujeta la otra parte del señor, pero se le nota que está deseando soltarlo, seguramente esté pensando lo mismo que ella. Leire está bloqueada, y por eso agradece que intervenga la chica joven, la estudiante de veterinaria.

–A este señor, aparte de que pueda tener el coronavirus, lo que le ha dado es como una bajada fuerte de tensión. Habría que tumbarlo y levantarle las piernas. ¿Por qué no le llevamos a los asientos del otro vagón? Total, si el caballero de allí tiene, o tenía, también el coronavirus, ya estaremos infectados todos.

–¡Dios mío! –suspira la señora del perro.

Nadie parece hacer caso de ninguna de las dos, y Oriol, que es en quien se quería apoyar Leire, está detrás de todo el grupo, sin entrar siquiera a la cafetería. Por fin la inspectora reacciona y decide hacer caso a la estudiante. Junto con ella, y manteniendo en su puesto a su actual ayudante, cogen al enfermo en volandas y, empujando al resto del grupo, lo sacan de la cafetería. Acceden al otro vagón y allí lo desploman en los primeros asientos. Como no podía ser de otra manera, los dos jóvenes, una vez libres del peso del hombre, levantan la vista y, al fijarla en el muerto, no pueden retirar la mirada de él.

–Ostia… –exclama él–, nunca había visto un muerto.

Mientras sube ella sola las piernas del enfermo, Leire intenta explicarles.

–Sí. Está muerto. Pero la urgencia ahora es este. ¿Me ayudáis?

Los dos reaccionan dándose cuenta de la situación. Leire coloca al joven en la puerta del vagón para que evite que entre el resto de los pasajeros y, junto con la estudiante, intenta recuperar el estado del enfermo.

Están con él lo que a Leire se le hace una eternidad. Le mantienen las piernas levantadas, le comprimen las muñecas, le estimulan con ligeros cachetes en la cara… Todo infructuoso. El señor está cada vez más débil y no responde a ningún estímulo. Finalmente, y a pesar de todos los esfuerzos, relaja totalmente sus músculos y se convierte en otro cuerpo inerte.

La policía suelta un suspiro de desesperación e impotencia. No entiende como, aunque sea por el coronavirus, se han podido morir los dos hombres de una manera tan rápida. No es eso lo que se ha hartado de escuchar en los medios de comunicación. Hay algo que no es normal. Mira a la estudiante. A pesar de estar delante de un muerto –y Leire no cree que haya visto muchos–, parece pensativa, como si quisiera decir algo. Leire se gira también para observar al chico de la camiseta de Los Ronaldos, quien sigue bloqueando el acceso al vagón y mira al suelo; es evidente que está deseando salir de allí y no tener que compartir estancia con dos difuntos.

–Siento que estéis presenciando esto –se dirige Leire a los dos–. Quería evitar que la muerte de ese de ahí –lo dice señalando con la cabeza al primer fallecido– os alarmara a todos; pero esta nueva muerte ya me obliga a informar a los demás. Es imposible ocultarlo.

El joven asiente en silencio, y ante la petición de Leire de que no diga nada hasta que no salga ella, abandona el vagón cabizbajo. Cuando la estudiante va a seguirle, se para en la puerta y, girándose, se dirige a la policía.

–Inspectora… verá, yo soy veterinaria, o casi veterinaria, y no médico, pero aquí hay algo que no me encaja…

Leire la mira inquisitiva. Efectivamente, la situación no es normal; lo que le sorprende que es esa joven piense lo mismo que ella sin haber visto la marca del cuello del primer muerto. La deja hablar a ver que dice.

–Esta manera de morir no encaja con la infección por coronavirus. A ese señor no lo he visto y no puedo opinar de él, pero cuando hemos abandonado antes el vagón no estaba como para palmarla… Perdón –se excusa por su expresión–. Este que se nos acaba de ir ha tenido una muerte… digamos… muy tranquila para haber sido tan aguda.

–¿A qué te refieres? –le anima Leire a seguir, está claro que tiene algo en su cabeza y puede ser importante. Al fin y al cabo, es lo más parecido a un médico que tiene delante.

–¿Podríamos mirar su documentación? –le sorprende la joven.

Leire asiente y ella misma se encarga de buscar en los bolsillos del caballero muerto hasta que localiza su cartera. La saca con cuidado y, sin saber que buscar, se la entrega a la chica. Ella inicialmente la coge con reparo, pero enseguida la abre y busca algo activamente en su interior. Rápidamente se para en un carné, sorprendentemente sonríe, y sacándolo de su sitio se lo enseña a la policía a la vez que le dice.

–¡Lo sabía, es diabético!

–¿Perdón? –se extraña Leire ante tal dato, que no encuentra relevante.

–Que se ha muerto de una bajada de glucosa. Es lo que le digo, se ha ido muy placentero para morir tan rápido, y eso cuadra perfectamente con lo que por desgracia hemos visto. Una disminución muy rápida de azúcar en sangre puede llevar a la muerte por…

–¿Y eso les pasa a los diabéticos? –Leire quiere datos prácticos, no teorías médicas.

–Bueno, normalmente, no debería, a no ser que reciban una dosis exagerada de insulina… pero imagino que muy exagerada… ya le digo que todavía no soy ni veterinaria… –se excusa.

La cabeza de la inspectora empieza a funcionar al doscientos por ciento. Si lo que dice esa chica fuera cierto…, e intenta relacionar las dos muertes en condiciones tan extrañas…, y el otro señor tenía esa marca de pinchazo en el cuello… ¿Podría ser? Busca por el cuello del cuerpo que tiene delante, pero no ve ninguna marca como la del primero. “Es una locura –piensa– pero…”. Para gran sorpresa de la estudiante, Leire tumba al señor en los asientos y le baja los pantalones hasta las rodillas, a su memoria le vienen los movimientos del señor tocándose uno de los muslos. Se los inspecciona despacio y, ¡bingo!, encuentra la marca en el exterior del muslo derecho.

Sin pararse a vestir al segundo muerto, Leire se abalanza sobre el primero buscando su documentación. La encuentra también en un bolsillo y, cuando la tiene en sus manos, la examina queriendo encontrar otra identificación de diabético. Por supuesto no la encuentra. Se gira entonces hacia la joven y la mira pidiéndole una explicación. Ella, que ha seguido sus movimientos y parece que también sus pensamientos, se encoge de hombros y le pregunta.

–¿No sería mucha casualidad que hubiera muerto de lo mismo?

Leire, sin responder, le enseña la marca del cuello. La estudiante, que sigue estando sorprendentemente serena para estar delante de dos cadáveres, sigue hablando.

–Bueno, no hace falta ser diabético para morir por una sobredosis de insulina. Todo depende de la cantidad y del tipo de insulina.

La futura veterinaria le explica a Leire de una manera muy básica que existen insulinas de acción muy rápida, y que administradas por vía intramuscular –es decir por un pinchazo en el músculo– hacen un efecto todavía más rápido, y que una bajada tan brusca del azúcar en sangre puede llevar a la muerte en menos de media hora.

La inspectora asimila la información. Ve factible la teoría, pero eso le lleva a la conclusión de que alguien ha tenido que inyectar esa insulina, porque ninguno de los dos muertos tenía jeringuillas, ni agujas, ni fármacos cerca; lo cual les dejaría ante la evidencia de que uno de los pasajeros que esperan fuera los haya matado… ¿Por qué?, ¿y cuándo les ha pinchado?

 

Capítulo Siete

 

Leire le pide a la joven que salga con ella y le adelanta que va a hablar con todos los demás pasajeros en la cafetería, pero le pide, por favor, que no comente nada de su teoría hasta que no puedan estar más seguras. Ella accede de buen grado y abandonan juntas el vagón.

Una vez fuera se encuentran con el chico de la camiseta de Los Ronaldos, quien no se ha atrevido a entrar donde esperan el resto de los viajeros. Está hundido, sentado en el suelo, con la cabeza entre las manos. La joven, haciendo gala una vez más de una gran entereza, le anima a levantarse y cogiéndole del brazo le acompaña con los demás.

Cuando entran a la cafetería reciben la punzada de la mirada de todos los allí presentes. Es el hombre del maletín el que se anima a preguntar primero.

–Se ha muerto, ¿verdad? … Pobre hombre.

–¿Y el otro? –interviene, nuevamente acusadora, la señora del perro– No tenía mucha pinta de estar dormido. Estoy segura de que estaba muerto. ¡Esto es un desastre! Mi Cuqui está respirando peor… como le pase algo… –amenaza con el dedo a la inspectora.

La inspectora mantiene el tipo; atiende a los que hablan, pero no contesta, mira, uno a uno, a los allí presentes y se detiene algo más en el revisor, quien baja la mirada avergonzado por no haber colaborado con ella y parece que quiere desaparecer debajo de la barra. Leire invita a sus ayudantes a colocarse con el resto de los pasajeros y se prepara para lo que no sabe si está preparada a realizar: un interrogatorio en grupo. Nunca lo ha hecho.

–Efectivamente, está muerto –empieza–, y el otro señor también –lo dice dirigiéndose a la señora del perro–, es una desgracia.

Se hace un silencio sepulcral en la estancia. Todos la miran esperando que continúe, y ella lo hace obviando de inicio la evidencia de los asesinatos.

–Los dos tenían síntomas claros de estar afectados por el coronavirus, y ninguno de nosotros sabemos que efecto tiene el dichoso virus, ni cuánto tiempo tarda en actuar, o en qué grado de afección lo tenían –así quiere abrirles la posibilidad de que hayan sido muertes naturales–. Como comprenderán, tengo que dar parte a mis superiores. Si estábamos aislados solo ante la sospecha de ir acompañados con un positivo, al tener de repente dos defunciones, imagino que van a tardar en sacarnos de aquí con garantías de seguridad; así que vamos a tener que mantener mucha calma.

Hace una pausa para asegurarse de que siguen su discurso al mismo tiempo que sigue analizando sus reacciones. Al no percibir nada inusual decide seguir.

–Lo primero que me van a preguntar mis compañeros de fuera es quién me acompaña aquí dentro. De mí lo saben todo, pero de ustedes no, y hará falta para hacerles un seguimiento previo y ver la posibilidad de que también estén infectados.

–No me lo puedo creer –interrumpe el hombre del maletín–, ¿pasamos de víctimas a culpables de la infección?

–Yo no he dicho eso –responde la policía anotando en su mente la intervención tan fuera de lugar–, pero sé que me lo van a preguntar, y por eso, antes de llamar e informar, me gustaría que hiciéramos una ronda de presentaciones, del tipo de quienes somos, de donde viene cada uno, profesión… y cosas así.

Los viajeros, así como el revisor, actúan igual que un grupo de alumnos a una pregunta difícil de su profesor: retiran la mirada incómodos e intentan que no se note que no quieren ser los primeros en contestar. Para facilitar las cosas, Leire presiona a quien conoce la realidad y es consciente de que está investigando dos asesinatos: se dirige a la estudiante de veterinaria.

–María, ¿te llamabas así verdad?

La aludida asiente y se separa del otro joven, como dando un paso al frente.

–Nos has dicho antes que estudias veterinaria. ¿Puedes seguir, por favor?

–Claro –contesta la joven muy resuelta–. Vivo y estudio aquí en Madrid, y vengo de Zaragoza de visitar a una amiga que ya tiene su propia clínica veterinaria. Ante la sospecha de que iban a decretar una cuarentena a la población para luchar contra el coronavirus, he adelantado mi viaje de vuelta para estar con mis padres; son mayores y me da mucho miedo que estén solos.

Leire le agradece la intervención con la mirada, y sobre todo su naturalidad ante la realidad que por ahora solo ella sabe que tienen delante, aunque sigue asombrándole que esté tan tranquila; ella misma, cuando vio sus primeros muertos, estuvo casi una semana sin poder dormir.

Invita al otro joven a intervenir.

–Esto…, yo soy Jonatan –dice bastante más indeciso que su predecesora–. Soy actor, en paro, claro, como casi todos. Se supone que vivo en Madrid, aunque me paso la vida buscando castings por toda España. Estaba en Barcelona asimilando el fracaso del último en el que he participado cuando me dijeron que buscaban gente para un musical en la Gran Vía… Un sueño, y un paso a la fama casi asegurado, por eso vengo a Madrid. Pero yo me encuentro perfectamente… ¡como para ponerme malo estoy yo ahora!

–Tú y cualquiera chaval, que aquí todos tenemos que ganarnos la vida –interviene el hombre del maletín.

Leire aprovecha para indicarle que es el siguiente en presentarse.

–Pues yo soy Jesús Buendía, delegado comercial de los laboratorios Lilly –dice de corrido, como si estuviera acostumbrado a presentarse así habitualmente–. Como delegado viajo mucho, llevo la zona centro y noreste de España, lo que me hace coger este tren casi todas las semanas. Y jamás he vivido nada parecido a lo que nos está pasando hoy… ¿verdad?

Sorprendentemente lanza la pregunta a Oriol, el revisor, el cual sigue detrás de la barra. La policía se vuelve inquisitiva hacia él obligándole a participar de la conversación.

–Verdad, Jesús –responde titubeante–, en mis turnos nunca ha pasado nada fuera de lo normal.

–¿Os conocíais de antes? –no puede evitar preguntar Leire.

–Como ha dicho, él viaja habitualmente en esta línea… Madrid – Barcelona, Barcelona – Madrid, … es de los clientes fijos. Hemos coincidido muchas veces, incluso en algún servicio tranquilo hemos compartido un café; sin que se enteraran mis jefes, claro… y sin descuidar mi trabajo, por supuesto –se justifica el revisor.

Leire asiente despacio. Es normal que se hubieran visto con anterioridad, incluso que se conocieran personalmente. Aún así hay algo en el delegado comercial que no le gusta; tiene una actitud defensiva, y no puede olvidar que existe la posibilidad de que hubiera entrado en el vagón de pasajeros antes de que se muriera el primer señor, mientras ella estaba en el aseo llamando a su jefe. Finalmente, y aunque sabe que no va a servir para nada, dirige su mirada a la señora del perro, preparada para aguantar las protestas que seguro le va a lanzar.

–Yo ya me presenté antes –empieza la mujer–, soy Rosario Muñoz; y este es mi Cuqui, que por cierto por protegerlo descubrí que el primer caballero estaba en enfermo de coronavirus. Ya le digo inspectora que no está gestionando bien esta situación. Han fallecido dos hombres y gente de alto riesgo como yo, porque ya tengo una edad, aunque no lo aparente, estamos aquí expuestos a la enfermedad. Debería darnos prioridad a la hora de evacuarnos lo antes posible, a mí, y a mi pequeño Cuqui.

–Haré lo posible Rosario, se lo aseguro –responde lo más tranquilizadora que puede la policía–, pero no depende solo de mí, recibo órdenes de fuera. Pero, por cierto, y por equipararla al resto de pasajeros, ¿el motivo de su viaje cual es?

–¡Y que más dará! –responde ella enojada–. Viajo y punto. ¿Es eso importante para sacarnos lo antes posible?

–Lo puede ser para saber cómo sacarla. Me lo van a preguntar los sanitarios.

–Pues les dice que vengo de ver a mi prima que está enferma… ¿contenta?, igual con esto ya tiene usted su sospechosa de ser el foco de la infección… o le echa la culpa a mi perro, que hoy en día las mascotas parecen culpables de todo lo que nos pasa a las personas.

–Los perros no padecen nuestro coronavirus –interviene la estudiante de veterinaria–, al menos no hay ninguna evidencia científica, así que esté tranquila respecto a Cuqui.

La señora mira agradecida a la joven y le permite que acaricie a la mascota, lo cual claramente es un privilegio respecto a los demás.

Leire observa la escena y piensa en cómo seguir preguntando, cuando le sorprende que la estudiante se dirige directamente a ella.

–Perdone, inspectora. Necesito ir al baño.

La policía se pone en guardia. No puede dejarla ir sola, pero tampoco debería dejar al grupo sin vigilancia. Analiza rápidamente los riesgos de salir o quedarse y finalmente decide salir con ella, no puede arriesgarse a que entre en el vagón donde están los difuntos. Indica a todos que nadie puede moverse sin su permiso, y la acompaña al aseo. Una vez fuera, la joven se gira y se dirige a Leire.

–Tenía que hablar con usted.

–Imaginaba que algo así pasaba. Eres la única que sabe que esos dos de ahí han sido asesinados y no era normal que quisieras salir sola. Dime rápido, antes de que los de dentro líen alguna.

–El comercial.

Leire hace un gesto de no entender qué quiere decir. Ella prosigue.

–El laboratorio para el que trabaja… ¡es Lilly!

–¿Y?

–¡Que es uno de los mayores fabricantes de insulinas de acción rápida del mercado!

 

Capítulo Ocho

 

La estudiante explica a la inspectora que, en la práctica clínica veterinaria, atienden a perros diabéticos, y que lo que ella ha aprendido es que para controlar las diabetes descompensadas se usan primero insulinas de acción rápida, que disminuyen en muy poco tiempo el azúcar en sangre, hasta dejarlo en valores más normales que ya no son de riesgo urgente para el perro, momento en el que se pasa a usar insulinas específicas de veterinaria de acción más prolongada. A Leire le cuesta entender el proceso, pero lo que no se le escapa es que, entre esas insulinas de acción tan rápida, la más utilizada es una fabricada efectivamente por Lilly, el laboratorio para el que trabaja el hombre del maletín. Se empiezan a juntar demasiadas casualidades. Además, no tiene claro si ese hombre salió de la cafetería a por su maletín, mientras ella hacía su llamada desde el aseo, y pudo aprovechar el momento para inyectar la dichosa insulina al primer muerto.

–¿Y de acción tan rápida son esas insulinas? –pregunta a la futura veterinaria.

–Lo que yo he visto allí, en la universidad –sigue explicando ella–, es que empiezan a realizar su efecto entre quince y treinta minutos tras inocularlas, y alcanzan su máxima potencia a la hora, o dos horas… no me acuerdo bien.

–¿Hasta dos horas? ¿Y no es mucho tiempo para lo que estamos viendo aquí dentro? –duda la policía.

–Depende de la dosis y del paciente. Yo le estoy hablando de teoría, y por supuesto a dosis normales… Si tenemos en cuenta que al menos el segundo hombre era diabético, y no sabemos qué cantidad pudo recibir… A mí no me parece imposible que haya muerto de esa bajada brusca de glucosa.

–Pero a ese hombre, si se la pincharon, tuvo que ser dentro de la cafetería, porque antes estaba aparentemente bien, y salió de allí ya mareado y tocándose la pierna donde luego hemos visto que tenía la marca del pinchazo.

–Bien no estaba, inspectora. Había empezado con los síntomas del coronavirus, igual que el otro señor.

Leire reflexiona. Ella no entiende de medicina, pero lo que está explicando esa chica tiene todo el sentido. Además, si tienen en cuenta que los dos eran sospechosos de estar infectados por el virus, podría ser hasta un motivo para quitárselos de en medio. Cosas peores ha estudiado y visto ella en su trayectoria profesional.

Agradece las explicaciones y acompaña a la estudiante de vuelta a la cafetería. Curiosamente, cada uno sigue ocupando la misma posición que antes. Solo la señora del perro se está tomando una infusión, el resto nada. Leire se asegura de que están todos bien y se excusa para volver a salir y llamar a sus superiores. Esta vez no entra al aseo, se queda en el espacio entre los dos vagones y habla en susurros, para no ser escuchada desde el interior de la cafetería.

–Inspectora –responde al momento su superior inmediato, que es a quien ha llamado–. Tenemos ya dado el aviso de vuestra situación… es cuestión de tener un poco de paciencia.

–Las cosas han vuelto a cambiar aquí dentro.

Leire expone todo lo que ha ocurrido desde su ultima conversación, y desarrolla también la teoría de las muertes por sobredosis de insulina. El inspector jefe no da crédito a lo que escucha, solo interrumpe cada cierto tiempo a su subordinada para exclamar un “joder”. Cuando ella acaba y espera órdenes o consejo, es cuando él vuelve a intervenir.

–Voy a acelerar todo lo posible que podamos sacaros de ahí, pero el riesgo de propagar el virus es lo que preocupa ahora, y viajáis con dos positivos. Hasta que no tengamos medios para aislaros según salís, no me van a autorizar; así que vas a tener que seguir lidiando tú sola con la situación. Eso sí, siempre recuerda que si ves que la situación se desborda…

Leire sabe que puede llamar de urgencia en cualquier momento y su jefe le mete a los GEOS allí dentro, pero ella quiere demostrar su valía, con lo que tranquiliza a su superior y corta la llamada. En el rato que se queda pensativa buscando la mejor manera de seguir su improvisada investigación, observa por la ventana como se colocan en el andén varios policías nacionales vigilando el convoy; eso le tranquiliza.

Vuelve a entrar en la cafetería y recupera de golpe la tensión que había soltado. Allí dentro se encuentra con la señora mayor medio tumbada en el suelo y todos alrededor de ella. El actor y la estudiante dándole aire con una revista de Renfe; y el comercial y el revisor intentado coger al perro que está atrincherado en una esquina, enseñando los dientes a sus infructuosos captores.

–Pero… ¿Qué ha pasado? –pregunta al aire la policía.

–Se ha mareado –responde Jonatan, el actor–, ha empezado a decir que se encontraba mal, a ponerse pálida y casi se cae del taburete donde estaba sentada.

Leire mira a la estudiante de veterinaria pidiéndole confirmación de lo que sospecha. Ella le devuelve la mirada con los ojos muy abiertos y asustados; a la policía le basta con eso para entender un “sí” en su respuesta.

–¡Hay que coger a este puñetero perro! –exclama el revisor– No puede quedarse suelto por aquí. ¡Nos puede pegar algo!

–El perro no nos va a contagiar de nada –interviene agitada la estudiante–. Ya os he dicho que no transmiten el coronavirus.

–¿Pero esta mujer también tiene el virus? –pregunta el actor separándose discretamente de la enferma.

–Caliente está, desde luego –señala la futura veterinaria–, y no es normal en un mareo como el que ha dado.

Leire intenta reaccionar rápido.

–¡Oriol, rápido, deja al perro y dale una Coca Cola!

El revisor se incorpora de la posición que tenía para coger al animal y pregunta sorprendido.

–¿Que le de qué…?

–¡No preguntes y haz lo que te digo! Pasa ahí dentro –le ordena la policía señalando la barra– y sacas ahora mismo algo dulce de beber… ¡Coca Cola o lo que sea!

Oriol obedece. Accede al puesto de camarero y tras hurgar por detrás de la barra, saca por fin una lata de Pepsi que muestra a la policía, como preguntando si eso le vale. La mirada agresiva de la inspectora no deja lugar a dudas y se la entrega. Leire incorpora el busto de la señora y le ayuda para que se beba más de la mitad de la lata. Puede comprobar que efectivamente –y como había indicado la estudiante– la piel de la mujer está demasiado caliente, signo inequívoco de que debe tener fiebre. Por fin, la señora se recupera un poco y se sienta en el suelo, manteniendo ya ella sola la postura; en ese momento, el perro, del que se habían olvidado los demás, pega un salto y se refugia nuevamente en su regazo, donde seguro que nadie se atreve a cogerlo.

–¿Qué ha pasado? –pregunta confusa la mujer.

–Se ha mareado usted –le responde la estudiante, que aprovecha para incorporarse y dejar sola a Leire con la señora.

–Me encuentro muy débil –sigue ella–. Ya le avisé de que soy de riesgo –increpa a Leire.

La policía hace caso omiso de la acusación. Para sorpresa de todos se centra en levantar las mangas de la camisa de la mujer y mirar sus dos brazos, y como las piernas no las puede explorar, decide preguntarle.

–¿Ha notado usted algo raro antes de marearse?

La señora suspira resignada antes de responder.

–Pues he notado debilidad, que perdía un poco la visión, sudor, … lo normal en una lipotimia. –Lo dice ridiculizando la pregunta de la inspectora.

Leire duda, pero viendo que va a tener que exponer sus sospechas al grupo, decide preguntarle abiertamente.

–¿Algún pinchazo?

La interrogada la mira sorprendida, y tras dudar un poco, decide seguir con su hostilidad hacia la policía.

–¿Pinchazo? ¿A qué estamos jugando inspectora? Yo me he mareado, no sé si por estar tanto rato aquí metida, o porque me he cogido el virus; pero como sea esto último le va a caer una demanda por negligente.

La policía se desespera, pero ya ha enseñado al grupo sus cartas. Si allí dentro hay un asesino, y si ese asesino ha usado la insulina inyectada, ya debe saber que ella lo sabe, con lo que tiene que actuar con mucha inteligencia para descararlo. Deja a la señora sentada, con su perro en el regazo, y se pone en pie. Mira despacio a todos sus acompañantes en el vagón, uno a uno, analizando una vez más sus miradas. La estudiante se la mantiene –lo cual es lógico porque es la única que sabe lo que está pensando–, el actor se muestra nervioso y la evita, Oriol mira al suelo una vez más avergonzado, y el delegado del laboratorio da un paso atrás y mira por la ventana dándose cuenta de que hay más policías allí fuera.

–Jesús –Leire recuerda que ese el nombre del comercial–, tenemos que hablar. Ponga, por favor, su maletín encima de esa mesa y apártese del mismo.

 

Capítulo Nueve

 

El delegado comercial de los laboratorios Lilly se queda un momento paralizado. Parece que va a protestar, pero finalmente decide no hacerlo y obedecer a la inspectora. Coge su maletín del suelo y, muy despacio, lo deposita encima de la pequeña mesa, pegada a la ventana por donde ha visto al resto de policías. Acto seguido, y tal y como se le ha ordenado, se retira hasta que topa con la pared posterior de la estancia. Ahí se queda quieto y lanza una mirada dubitativa a la inspectora.

Leire se acerca al maletín, le pone una mano encima y, sin abrirlo todavía, da una oportunidad a su principal sospechoso.

–¿No tiene nada que decirme, Jesús?

El aludido se encoge de hombros y permanece en silencio. El resto de los pasajeros atienden a la escena cual espectadores de una obra de teatro. Hasta la señora del perro está callada.

La inspectora va a abrir el maletín y eso hace que su propietario por fin reaccione.

–¿Qué hace? Eso es mío, no puede usted abrirlo así, sin más; es una violación a mi intimidad.

–¿Está seguro, Jesús? ¿Hay algo aquí dentro que no podemos ver los demás?

–¡Y a usted qué le importa lo que hay ahí dentro!… Pero… ¿Está investigando algo?… ¿Es que esos dos de ahí fuera no se han muerto solos?

–¡Dios mío! –exclama la señora del perro.

–¡Las preguntas las hago yo! –se impone Leire.

Y tras barajar sus cartas rápidamente, decide exponer su teoría por completo. Si consigue destapar al comercial, y sale de allí con el culpable detenido, significará que su primer e inesperado caso como inspectora habrá sido un éxito, además de un reconocimiento muy valioso en su nuevo destino.

–Tenemos serias sospechas de que efectivamente es así: los dos señores de ahí fuera no han tenido una muerte natural.

La afirmación cae común jarro de agua fría a los pasajeros. La señora parece que se va a desmayar otra vez, por lo que Leire le insiste a la estudiante para que la obligue a beber más Pepsi. Solo el comercial, que también es el único que se ve acusado, reacciona e interviene.

–¿Tenemos?, ¿alguno más, de los aquí presentes, es policía? –lo dice mirando a sus compañeros de vagón.

–¡Tengo! –le corta la inspectora.

–Pero… –interviene tímidamente el actor–, ¿cómo es posible?, ¿cómo les han podido matar?… si nadie se ha quedado solo.

–Estamos… quiero decir, estoy –se corrige a tiempo Leire, mirando fijamente al comercial– segura de que han sido asesinados con una sobredosis de insulina. Eso les ha provocado una bajada tan brusca del azúcar en sangre que les ha hecho morir. El tipo de muerte que he podido ver en el segundo afectado, unido a unas marcas iguales que he encontrado en ambos cuerpos, me hacen pensar en eso.

–Por eso me preguntaba por los pinchazos –interviene la señora mayor, más recuperada tras su nueva dosis de azúcar vehiculada en la Pepsi–. Pero entonces, eso significa que… ¡Me han intentado matar!

–En su caso, señora, no estoy tan segura, aunque es demasiada casualidad.

Se hace un nuevo, e incómodo, silencio. Leire vuelve a mirar fijamente al comercial, el cual piensa un poco y por fin vuelve a intervenir.

–Ahora lo entiendo. De alguna manera ha relacionado usted mi trabajo con esas sospechas peregrinas que tiene. Es verdad que yo mismo le he dicho el laboratorio para el que trabajo: Lilly, uno de los mayores fabricantes de insulinas. Y por lo visto eso me ha convertido en asesino.

Leire se mantiene callada y le señala con la cabeza el maletín que tiene bajo su mano y está deseando abrir. El comercial medio sonríe, realiza unos leves movimientos de negación con la cabeza, y sigue hablando.

–Por supuesto –es su manera de dar permiso para que la policía lo abra–. Total, lo que van a encontrar ahí dentro nunca será tan malo como el ser sospechoso de un doble asesinato.

La inspectora se lanza a la apertura del maletín. A pesar de estar preparado para ello, no está protegido por ninguna clave de seguridad, y simplemente accionando los pestillos la tapa se abre automáticamente. Inevitablemente, tanto la estudiante como el actor, se acercan para ver el interior; el revisor se intenta asomar desde detrás de la barra, aunque no llega, y la señora es incapaz de levantarse ella sola. Jesús Buendía se queda cruzado de brazos mirando la cara de sorpresa de la policía. Ella hurga en el interior del maletín buscando algo que justifique sus sospechas, pero claramente no encuentra nada; solo saca revistas con hombres en las portadas, casi todas de moda y actualidad, y también alguna erótica. Nada relacionado con su trabajo ni por supuesto con jeringuillas o viales de insulina que haya podido utilizar con los muertos. Cierra el dichoso maletín y permanece mirándolo, intentando comprender su error. Para estar segura del todo le pide permiso al comercial para registrarlo, a lo cual el aludido responde levantando los brazos y dejando que ella lo haga. Tampoco encuentra nada en sus bolsillos.

–¿Contenta? –le increpa Jesús Buendía–. Solo espero que esto me libere de sus acusaciones y no trascienda; tengo mujer e hijos, inspectora.

Leire le mira y asiente despacio; la vida personal de ese hombre le da igual, pero tiene derecho a su intimidad. Inevitablemente se gira buscando con la mirada a la estudiante de veterinaria. El gesto no pasa desapercibido para el recién liberado de las sospechas, quien en su nueva situación se crece un poco.

–Ahora lo entiendo –dice–. Esta joven es la que le ha metido esas ideas de la insulina en la cabeza. ¡Bien pensado! –le dice a la estudiante–, vas a ser buena clínica, y te lo digo yo que me paso el día entre médicos; pero por desgracia te has equivocado… al menos conmigo. Aunque…

El delegado comercial no completa su frase, solo mira a la estudiante y mantiene una sutil sonrisa.

–¿Aunque? –le anima a seguir Leire, consciente de que cualquier intervención puede desatascar el embrollo.

–Aunque, por otro lado, la teoría de la insulina es perfectamente factible. Esta chica la ha pensado bien… demasiado bien.

La inspectora capta perfectamente la indirecta. No le falta razón al comercial en lo que dice. Ella misma, sin tener ningún conocimiento de medicina, cuando la estudiante le ha expuesto la teoría, la ha entendido perfectamente. ¿Quién, de los allí presentes, puede tener nociones de medicamentos, o de medicina, tales como para urdir esa trama? Aparte del comercial, solo le encaja la misma estudiante de veterinaria.

–¿María? –se dirige a ella.

–¡Vamos, no me fastidie! –responde ella indignada, aunque se le nota en el temblor de la voz que se ha puesto nerviosa– ¿Ahora soy yo la sospechosa?, pero si he estado con usted en todo momento.

Leire tiene la mente funcionando a tope. Hace un repaso mental de la situación antes de responder. El primer muerto debió ser pinchado mientras ella estaba en el aseo, llamando a sus jefes, y según el revisor alguien había salido del vagón en ese intervalo de tiempo. El segundo fallecido, al ser diabético, pudo ser pinchado en un intervalo de tiempo menor hasta que le hizo efecto la insulina; solo se le ocurre el momento en el que todo el grupo salió en tropel de la cafetería, quizá en el embotellamiento de la puerta alguno aprovechó para pincharle en la pierna. Pero le falta por rellenar huecos: ¿y la señora mayor?, ¿ha sido casualidad, o es que no le ha hecho efecto la insulina como a los otros dos?, y si todo lo que piensa es cierto, ¿de dónde se está cogiendo la insulina?; y lo que es más importante y que le puede dar la clave de quién de los allí presentes es el asesino: ¿por qué esas muertes?, ¿qué ha llevado, a quien sea, a matar a dos personas y a intentarlo con una tercera? Le saca de sus pensamientos una nueva intervención.

–Inspectora… ¡Inspectora! –es la estudiante de veterinaria.

Leire se da cuenta de que su mente ha salido de aquel vagón mientras sus acompañantes estaban esperando su reacción. Mira a su interlocutora.

–¿Qué va a hacer ahora? –prosigue la joven–. Porque yo sigo convencida de mi teoría, y por supuesto que yo no he sido.

–En realidad puede haber sido cualquiera –les sorprende Leire–. Está claro que los que de alguna manera se han pronunciado, han negado su acusación, pero también faltas tú –se dirige al actor.

–¿Yo…?

–Pues sí, tú –interviene el comercial–. Siempre tan callado, tan tímido…, ¡pero eres actor!, tú mismo lo has dicho. Estás acostumbrado a actuar.

–Pero yo…, ¿y para qué iba yo a querer matar a esos dos hombres?

–¡Y a mí! –chilla la señora del perro que, aunque tiene signos evidentes de seguir enferma, ya ha conseguido sentarse en uno de los taburetes de la barra.

–Incluso a usted –le responde el actor– ¿por qué iba yo a querer matar a nadie?

 

Capítulo Diez

 

La inspectora pide un momento de silencio. Les dice abiertamente que necesita reflexionar y que lo va a hacer allí mismo; no se atreve a salir del vagón y dejarlos solos. Se acomoda pegada a una ventana y cierra los ojos, como cuando hace sus ejercicios de meditación.

Lo único que aparentemente tienen en común los dos fallecidos –piensa la policía–, incluso la señora del perro, es que tenían toda la pinta de tener el coronavirus; y la señora, a pesar de estar aparentemente recuperada de la bajada de azúcar, tiene todavía un aspecto febril inconfundible. Ahí puede tener una causa: alguien, quizá por miedo al contagio, decidió matar al primer enfermo pensando que así, al colocarlo lógicamente separado de los demás viajeros, sería mucho más difícil que expandiera la enfermedad. Y lo del segundo fallecido se pudo precipitar por sus toses y el aislamiento al que los han sometido desde fuera. Esta teoría le da un motivo al asesino, pero no le aclara nada; puede haber sido cualquiera de ellos.

El comercial no lleva encima nada que le incrimine, y eso juega a su favor, pero Leire está segura de que, si registra al resto de pasajeros, a ninguno le va a encontrar nada. Sería demasiado fácil e imprudente por parte de quien haya sido; y su error con el maletín ha sido de principiante –se recrimina ella misma–, no está dispuesto a repetirlo. Es posible que en el intervalo de tiempo en que ella estaba en el aseo, antes de que se muriera el primero, Jesús Buendía hubiera salido de la cafetería, hubiera inyectado la insulina al enfermo –que estaría medio dormido y de ahí la marca en el cuello–, y hubiera vuelto a la cafetería con el resto.

Pero al igual que existe esa posibilidad con el comercial, Leire la encuentra con el resto de los pasajeros; aunque quizá no con todos: la señora mayor es más lenta de movimientos, además siempre va con el perrito en brazos, lo que le hace ser todavía menos ágil, y en su caso, además, al menos aparentemente, ha intentado ser asesinada. Por otro lado, debido a la edad de la mujer, quizá es la que más miedo debería tener a contagiarse del virus, y eso se lo ha ido dejando muy claro a Leire en todo momento. Tampoco entiende lo de su intento de asesinato: ha sido diferente a los otros dos, no tiene marcas de pinchazos y se ha recuperado con una Pepsi y un poco de tiempo. ¿Puede haber sido fingido para desviar cualquier sospecha hacia ella?

La mente de Leire pasa a María, la estudiante de veterinaria. Como los demás pudo salir de la cafetería a inyectar al primer muerto. Luego ha estado muy dispuesta con ella en todo momento, incluso le ha ayudado con el segundo muerto, pero es la constructora de la teoría de la insulina. Recordando sus estudios para llegar a ser inspectora, Leire rememora varios casos policiales en los que el asesino quiere dirigir a los investigadores para ganarse su confianza y alejarlos de sí mismos, ¿podría ser el caso de esta chica? Se acuerda de su actitud ante los dos cadáveres, demasiado normal para alguien tan joven. Y también es la que le ha llevado a dudar enseguida del comercial.

Por último, la policía se concentra en el actor. Ha pasado desapercibido en todo momento, es el más callado, el que menos ha intervenido; estuvo en contacto con el segundo muerto, pero se mareó y tuvo que salir del vagón, y sobre todo a Leire le preocupa que, como ha apuntado antes el comercial, siendo actor está acostumbrado a fingir actitudes. Además, está buscando trabajo desesperadamente y no podría permitirse ponerse enfermo con el virus. Tiene motivos económicos, que a veces son los que más obligan a las personas a realizar acciones que no quieren hacer.

Está terminado su repaso a los viajeros cuando le sacan de su ensimismamiento los Rolling Stones cantando de nuevo en su bolsillo. Leire se sobresalta, abre los ojos, comprobando que todos los allí presentes la miran fijamente y, haciendo un gesto con la mano pidiéndoles silencio, responde a la llamada.

–Inspectora… ya estamos listos para dejaros salir, pero no hemos querido intervenir sin preguntarte primero. ¿Cómo lo llevas?, ¿abrimos las puertas?

Leire es consciente de que si se rompe el ambiente de tensión y aislamiento que tienen, es fácil que al asesino le sea más fácil disimular y engañarlos, o al menos ganar tiempo para intentarlo; la inspectora siente que está muy cerca de la solución al enigma, pero necesita un poco de tiempo. Además, egoístamente, su afán profesional le hace querer solucionar ella sola la trama y salir con un detenido de ese tren.

–Espere un poco, jefe

Y sigue explicando ante la sorpresa de su interlocutor.

–Deme unos minutos para completar una conversación que tenemos pendiente aquí dentro y le aviso.

–Lo que digas, Leire. Me han dado buenas referencias de ti y me fío de tus mentores. Pero ante cualquier emergencia ya sabes que estamos preparados para abrir.

La inspectora se lo agradece y deja su teléfono encima de la mesa, demostrando a sus acompañantes que puede contactar con los de fuera en cualquier momento. Ante el poco tiempo del que dispone, tiene que ser muy fina en el siguiente paso que tiene que dar. Vuelve a sus reflexiones y se agarra al motivo del miedo al contagio, que es válido para todos. Para intentar aclarar el misterio decide exponer en alto la teoría que tiene para que cada uno pueda haber cometido los crímenes y, mientras lo hace, estudiar sus reacciones ante las evidencias. Va a tener que tirar de todos sus conocimientos de psicología.

–Bueno –empieza–, tenemos claro que aquí hay dos personas que han sido asesinadas, y todos tenemos un motivo para haberlo hecho: el miedo a que nos contagiaran el dichoso coronavirus.

Los allí presentes se revolucionan. Antes de que nadie pueda interrumpirla, la policía sigue hablando.

–Además, tenemos a esta señora.

–Rosario –interviene la aludida–, me llamo Rosario y a mí me han intentado matar.

–Eso parece –sigue Leire sin dejarse distraer–. Aparte del motivo que haya empujado a quién sea a esta locura, y si incluimos los síntomas de Rosario en la ecuación de las muertes, la teoría de la insulina también es factible, con lo que vamos a tomarla por buena.

Lo dice mirando a la estudiante, que no reacciona de ninguna manera especial: al igual que el resto, está totalmente pendiente de sus palabras. Leire continúa como si tuviera muy claro lo que ha pasado. Tiene que demostrar seguridad.

–El primer muerto tuvo que ser pinchado en el intervalo de tiempo en que yo estaba en el aseo llamando a mis jefes y os quedasteis todos aquí en la cafetería. Oriol me ha dicho que mientras él preparaba alguna consumición, alguno de vosotros salió de esta estancia.

–¡Salieron Jesús y el otro muerto! –exclama el actor.

Leire se concentra en él. Precisamente lo que está buscando es que intervengan, para que cometan algún fallo, o para que ayuden a presionar al culpable.

–¿Seguro? –le pregunta.

–Bueno –duda el joven–, casi seguro. La verdad es que no me estaba fijando en eso. Pero si el otro señor está muerto…

Leire se vuelve hacia el comercial esperando que se justifique.

–Sí, salí, incluso entré en el vagón de pasajeros. Quería coger mi maletín. Y vi al enfermo allí sentado, pero me dio la impresión de que estaba dormido profundamente.

–Pues otra vez volvemos a él –le acusa la señora del perro.

–No tiene por qué –se defiende el comercial–. Como ya he dicho vendo insulinas, y eso me da el conocimiento suficiente como para saber que el tiempo de acción es muy variable. ¡La inoculación al primer enfermo la pudimos hacer cualquiera!

La inspectora se sorprende de esa afirmación, pero deja hablar al comercial.

–Cuando nos pidieron que abandonáramos el vagón, todos… ¡y digo todos! –remarca–, pasamos al lado del enfermo. El espacio dentro de un vagón es escaso… pasamos pegados a él. Cualquiera pudimos pincharlo.

Esta posibilidad vuelve a colocar como sospechosos a todos los allí presentes, lo cual desespera a Leire. Pensaba que si conseguía que identificaran en público a quien salió de la cafetería, iba a tener al culpable contra las cuerdas, pero no ha sido así: el comercial ha salido ileso del primer ataque.

Mientras decide su siguiente intervención, Leire rumia algo dentro de su mente, algo que lleva un rato pidiendo paso, pero no consigue saber que es. La policía es consciente de que le falta algún dato, y ese dato es eso que no es capaz de aclarar en su cabeza, y seguramente la clave para resolver el caso. ¿Qué será lo que se está pasando por alto? Por más que lo intenta no consigue averiguarlo. Una vez más, es la intervención de los sospechosos la que le hace ver la luz, y es en respuesta a un comentario de María, la estudiante de veterinaria.

–Nos hemos olvidado de una cosa –dice la joven como volviendo de un lugar en el que solo estaba ella.

–¿El qué, María? –le anima a hablar Leire. Al fin y al cabo, están donde están gracias a ella.

Todos miran a la estudiante, expectantes.

–No sé si en medicina humana será igual, pero a nosotros nos recalcan en la facultad que los fracasos en los casos de perros diabéticos se deben casi siempre a una causa…

Hace una pausa en la que parece afianzar sus siguientes palabras. Por fin continua.

–…El manejo y la conservación de la insulina.

 

Capítulo Once

 

“¡Eso es!”, exclama para sí misma Leire. La insulina tiene que estar en algún sitio –reflexiona–, y hasta donde ella sabe, se tiene que conservar en frío. Lo que está queriendo decir la estudiante es precisamente eso: que, si no está bien conservada, no hace efecto, con lo cual debe buscar un sitio refrigerado… Un rápido repaso a la estancia donde están, le da la solución: las cámaras frigoríficas de la cafetería.

La inspectora levanta la mirada y se gira hacia la barra. Allí solo está Oriol, el revisor, al cual observa pálido y muy nervioso, sin atreverse a mantenerle la mirada. El resto de los pasajeros asisten impasible, paralizado por la tensión y quizá consciente de que la policía ha dado con la clave.

–Oriol… –le llama la inspectora sin poder creerse la realidad.

El revisor está a punto de echarse a llorar, le tiembla el mentón y es incapaz de pronunciar palabra.

–Oriol, por favor –insiste ella–, pégate a la pared que tienes a tu espalda y no te muevas.

Dicho esto, y comprobando que el revisor le hace caso, Leire pasa dentro de la barra y empieza a abrir y cerrar todas las puertas que encuentra allí dentro. Por fin, detrás de una de ellas, precisamente junto a las latas de Pepsi, la inspectora encuentra el envase de un medicamento. Con un trapo que hay encima de la barra coge la medicina y la coloca encima de la barra.

–Ostia… –exclama el comercial–, es Humalog…

Leire levanta la vista y le pide que se explique.

–Es insulina de acción rápida. La fabrica Lilly, mi laboratorio, y yo la vendo habitualmente… –y dirigiéndose al revisor le increpa–, ¿qué has hecho, cabrón?

Leire por fin tiene todo claro, pero necesita una confesión que termine con la situación y le permita dar paso a sus compañeros para que entren de una vez al tren.

–Oriol –se encara con él dentro del reducido espacio de detrás de la barra–, creo que nos debes una explicación.

Oriol deja de sollozar y pasa a soportar un gran peso sobre su espalda. Se le ve totalmente hundido.

–Yo… –empieza a decir–, no me podía arriesgar…, me han obligado a trabajar y sabía que podía pasar algo así…

El revisor, con dificultad y de manera entrecortada, confiesa los hechos.

–No estaba nada planeado. En realidad, yo ni siquiera tenía que estar hoy trabajando; estoy pendiente de una baja por ser de riesgo ante el coronavirus… Pero me han llamado a primera hora para decirme que me tenía que incorporar, precisamente porque tenían que añadir este anexo al tren en el que viajamos. Las medidas de seguridad exigen que la distancia entre viajeros sea mayor de la habitual, y los pasajeros no cabían en el convoy habitual. Por eso han decidido unir este vagón y cafetería, para que quepan ustedes y viajen cómodos.

–¿Y que ha pasado Oriol? –le ayuda a seguir Leire en una de las pausas.

–El señor de fuera…, bueno, el primero de ellos, estaba claro que entraba enfermo al tren. Ya en Barcelona me he dado cuenta. “La gente es una irresponsable” he pensado nada más verle, y de hecho he evitado acercarme a él todo lo posible… Pero ella ha empezado a increparle –lo dice señalando a la señora mayor– y me he visto obligado a intervenir. Le he tocado, he estado recibiendo sus virus mientras discutían, y me ha parecido tan injusto que es cuando he decidido exponerme lo menos posible: tenía que terminar con él antes de que acabara él conmigo. Alguien me dijo por el Facebook que cuando un enfermo muere deja de eliminar virus.

–Eso no es así –dice casi para sí misma Leire maldiciendo las redes sociales.

–No lo sé, a mí me lo han dicho… Tenía que buscar la manera de que se muriera sin que se notara… y me he acordado de mi insulina.

–¿Tu insulina?

–Sí… soy diabético. Normalmente, en los viajes la guardo en mi departamento, en una neverita; pero como me han destinado a este vagón y no tenía donde dejarla, la he guardado en esa nevera –señala a la puerta detrás de la que la policía la ha sacado.

–¿Y viajas con insulina de acción rápida? –le pregunta el comercial.

–Siempre la llevo. Soy poco constante con mi tratamiento, y me pierde un buen dulce, por eso me recetan esta… aunque me insisten mucho en la dosis que me tengo que poner ante una urgencia, y es una mínima parte del vial.

–Por eso has deducido que una dosis alta podía provocar la muerte –reflexiona en alto Leire.

–Le puse un vial entero. Cuando usted intervino en la discusión, aproveché para salir del vagón, cargar el vial y volver rápidamente. La ventaja es que en un revisor no se fija nadie, somos parte del mobiliario del tren. No sabía cuándo inyectárselo y usted me dio la solución. Sacó a todo el mundo del vagón y se quedó sola con el enfermo, pero luego me llamó y me hizo salir de la cafetería.

Leire lo recuerda, pero también que después de hablar con él se quedó mirando como volvía a la cafetería antes de entrar ella en el aseo.

–Usted me ordenó volver a entrar. Yo me retrasé en la puerta de la cafetería y, poniendo la excusa de que me volvía a llamar, volví a salir en cuanto vi como se encerraba usted. El resto está claro, ya llevaba la insulina cargada en el bolsillo. El caballero estaba dormido y yo creo que ni se enteró del pinchazo.

–¡Jodeeer!… –esta vez es el actor.

–¿Y el segundo? –Leire quiere que siga sin distraerse.

–El otro señor empezó con síntomas claros dentro de la cafetería. “Otro más” pensé, y tomada la decisión con uno, no tenía excusa para el segundo.

–Ya estabas detrás de la barra, con lo que pudiste coger la insulina sin problemas… –piensa en alto la inspectora–. Y le pinchaste justo al salir todo el grupo del vagón en respuesta al grito de Rosario.

–Así es… En la pequeña aglomeración le inyecté en la pierna. Yo pensaba que iba a tardar más tiempo en hacerle efecto, lo que no me podía imaginar es que era diabético.

–Casi se muere allí mismo –interviene la estudiante de veterinaria.

La inspectora ya tiene lo que necesita. Sale de la barra para llamar a sus compañeros cuando duda un momento; se acuerda del desmayo de la señora del perro. La mira a ella y acto seguido al revisor, pidiéndole una explicación. Él la entiende enseguida.

–También está enferma… tiene el virus, ¿no lo ve?

–Pero no le has pinchado.

–No he podido –y el revisor saca de su bolsillo una caja de cápsulas.

Leire la mira sin entender que es. Deja que se acerque el delegado del laboratorio farmacéutico, pero este se encoge de hombros y vuelve a su posición. Oriol parece que sonríe ante la ignorancia de sus compañeros de viaje.

–Estoy dentro de un estudio clínico. Por mi falta de constancia con las inyecciones de insulina. Me dan estas cápsulas que son insulina oral. Es algo todavía experimental, pero funcionan.

–Y le has puesto una a Rosario en su infusión.

–Dos –responde el revisor–, en cuanto la he visto empezar con la fiebre. Le repito que, una vez tomada la primera decisión, no tenía opción con el resto. Lo que nunca me imaginé es que el virus fuera tan rápido en su contagio.

Leire guarda silencio, y sorprendentemente la señora también.

Por fin la inspectora coge su teléfono móvil y marca el número de su superior.

–Ya –se limita a decir.

En pocos segundos las puertas se abren y, como si fuera el final de una película de ciencia ficción, un ejército de personas uniformadas con trajes blancos de protección, gafas, mascarillas y guantes, hace su entrada a la cafetería y se llevan a todos los pasajeros; solo a uno, por indicación de la inspectora, le esposan las manos en la espalda.

Leire no es menos en esa situación. Dos militares de tan extravagante ejército la acompañan fuera y la ponen delante de un señor mayor que ella, gordo, casi obeso, prácticamente calvo y sin embargo con unas cejas oscuras y demasiado pobladas. A pesar de la mascarilla que distorsiona su voz, la policía la reconoce perfectamente.

–Enhorabuena, inspectora Sáez de Olamendi. Ha hecho usted un gran trabajo.

 

* * *

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Daniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren

Madrid, pandemia del coronavirus. Abril 2020

 

Daniel Carazo Sebastián

Veterinario

Daniel Carazo: No es lo que parece, sino lo que es, foto libros daniel carazo

 

 

 

 

 

 

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