Daniel Carazo : “Relatos de un veterinario”- Testigo de asesinato

Daniel Carazo : “Relatos de un veterinario”- Testigo de asesinato Daniel Carazo : “Relatos de un veterinario”- Testigo de asesinato

Mis ansiadas vacaciones en las islas Azores se vieron truncadas al ser testigo de un asesinato. Puedes seguir el relato de los hechos en estas publicaciones:

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 1 de 16)

 Soy de los que se desvelan la primera noche que duermo en cama extraña, y eso, este año, nada más empezar mis vacaciones, además de una noche sin dormir significó ser testigo de un asesinato. Lo que nunca busqué, y no pude evitar presenciar, ya me acompañó durante todo el viaje.

Imaginaros estar tranquilamente en un hotel cualquiera, esta vez en Ponta Delgada, capital de la isla de São Miguel (islas Azores), donde acabábamos de llegar y era punto de partida para pasar nuestra semana anual de vacaciones. Allí llegamos mi mujer, mi hija y yo cerca de las diez de la noche hora local —medianoche hora española— después de unas cinco horas de viaje. Tras instalarnos, y superar la odisea de conseguir cenar algo, acto que finalmente conseguimos con una ensalada de pepino y una pizza en un restaurante italiano regentado por hindúes, y bajo una suave lluvia, nos volvimos a dicho hotel y allí caímos rendidos con la intención de descansar y prepararnos para empezar con fuerza el ritmo de excursiones que teníamos programadas.

Cuatro horas de sueño fueron suficientes para que yo abriera los ojos y mi mente considerara que ya había dormido suficiente… ¡debe ser la edad! El caso es que, para no molestar a mi familia, que sí hacían lo propio de esa hora, me quedé pacientemente en la cama, dejando pasar el tiempo e imaginando los bellos parajes que teníamos previstos visitar. Pero mi buena y tranquila intención se vio bruscamente truncada por los hechos que voy a relatar y que me enredaron en un crimen del que ya no pude desentenderme.

Todo empezó cuando de repente, en el silencio de la noche, escuché unas voces ahogadas que provenían claramente de la habitación de al lado nuestro. Al principio voces bajas, prudentes, pero en seguida fueron subiendo de volumen e intensidad hasta hacerse claramente audibles, aunque no lo suficiente como llegar a entender lo que se decían entre si nuestros vecinos.

Comprobé con satisfacción que a mi pequeña familia no le molestaba esa discusión e intenté volver a mis pensamientos, a ver si me dormía de nuevo, hasta que sí llegó con claridad a mis oídos la única frase de la discusión que conseguí entender.

—Pero… ¿Qué vas a hacer?… ¡Ayuda!

Me incorporé bruscamente en la cama, justo para escuchar cómo abrían bruscamente la puerta de la habitación de al lado y un golpe seco quebraba algo; el inconfundible sonido de un cuerpo cayendo desplomado en la moqueta terminó con los ruidos, y eso dio también por finalizadas las voces.

No pensé lo que hacía cuando me levanté corriendo, pensando que alguien necesitaba ayuda y, al abrir la puerta de nuestra habitación y mirar a ambos lados del pasillo, lo que me encontré fue algo que me hizo dar marcha atrás, aterrado, con la intención de volver al refugio de nuestro cuarto: lo que vi fue la mano inerte de hombre tirado en el suelo y sobresaliendo de la habitación de al lado; la mano de un muerto.

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 2 de 16)

 No supe reaccionar de otra manera. Me encerré en la seguridad de mi habitación y me quedé apoyado tras puerta cerrada, agitado, asustado, arrepentido de haberme asomado al pasillo y quizá intentando dar marcha atrás unos minutos en mi vida para borrar de mi cabeza lo que inevitablemente acababa de presenciar.

¿Había visto realmente la mano inerte de un hombre tirado en el suelo?

Estaba claro que sí.

Y estaba claro también que eso no podía significar nada bueno, por no decir que tenía toda la pinta de que a ese hombre, si en realidad estaba muerto, evidentemente le había pasado algo: no había sido una muerte natural y, después de lo que acababa de escuchar, existían muchas posibilidades de que hubiera sido golpeado y asesinado.

Metiéndome de nuevo en la cama analicé esas dos posibilidades y, algo más tranquilo, me dije que igual me estaba dejando llevar por la imaginación, que debía leer menos novela negra, que se me estaba deformando la mente con tanto muerto literario y que no me podía dejar llevar por mi truculenta teoría sin fundamento; pero, si eliminaba la posibilidad de la agresión… entonces… el propietario de la mano que había visto estaba claramente tumbado en el suelo, y si eso era así… ¡ese hombre necesitaba ayuda!, y no escuchaba nada en el exterior de mi habitación que me demostrara que alguien se la estaba prestando. Así que, armándome de valor, y evitando hacer ruido para no despertar a mi familia, me acerqué nuevamente a nuestra puerta y pegué la oreja a ella para asegurarme que no hubiera ninguna actividad al otro lado. Cuando comprobé que era así, entreabrí la puerta y me asomé tímidamente.

Sin dar crédito a lo que vi me acabé asomando por completo para confirmar que, como ya había comprobado, todo estaba normal: ni personal del hotel, ni sanitarios, ni puertas abiertas ni nadie por allí, y por supuesto tampoco vestigios de la mano ni del resto del cuerpo que había estado tirado hace escasos minutos.

¡Era imposible! Estaba seguro de que de la puerta de al lado había visto sobresalir una mano, ¡Lo acababa de ver!

Agitado y sin saber qué hacer me refugié de nuevo en nuestra habitación y, pegando una vez más la espalda a la puerta, intenté entender qué acababa de pasar cuando un susurro, esta vez de mi mujer, casi me provocó un infarto.

—Pero ¿qué haces?

—Algo ha pasado —me limité a contestar, dando por hecho que ella está tan lúcida como yo.

—¿Mmmmmh?

—No sé si se acaban de cargar a alguien aquí al lado.

Tras un suspiro de resignación, ella interpretó rápidamente la situación a su manera.

—¿Ya te has dormido escribiendo otra vez?

Me conoce bien y sabe que, si me acuesto con una trama en la cabeza, durante la noche le doy más vueltas a la intriga que estando despierto.

—¡Que no! —insistí—, ha sido muy raro… Y real.

Su respiración me indicó claramente que ya no me escuchaba. Se había vuelto a dormir.

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 3 de 16)

 Dada la hora que era, aún sin amanecer, no me quedó otra alternativa que regresar a la cama y tratar de quedarme allí tranquilo, pensando en lo que acababa de pasar e intentando relajarme. Tenía muy claro lo que primeramente había oído y posteriormente visto, estaba totalmente seguro de que no había sido producto de mi imaginación, pero, aunque hubiera sido real, si alguien le hubiera hecho algo al hombre del que sólo había visto una mano… ¿qué había pasado después?, ¿quién y cómo había retirado el cuerpo en el escaso intervalo de tiempo que había tardado yo en reaccionar?, ¿y por qué ya no se escuchaba absolutamente nada ni en el pasillo ni en la habitación de al lado?

Se me agolpaban en la cabeza demasiadas preguntas sin respuesta.

Así, en vela, pasé lo que quedaba de noche, intentando escrutar el más mínimo sonido que delatara actividad en la habitación de nuestros vecinos y mirando fijamente hacia la pared que separaba ambos cuartos, como si de tanto hacerlo fuera a ser capaz de ver qué pasaba al otro lado.

El amanecer por fin se hizo evidente a través de las pesadas cortinas que inútilmente estaban pensadas justamente para que eso no pasara, y me alegré cuando por fin sonó la alarma del móvil que indicaba la hora de levantarnos; en los viajes siempre nos ha gustado desayunar tranquilos antes de iniciar la dura rutina propia de los turistas.

En cuanto mi mujer hizo el primer ademán de estar recuperando el estado consciente, la asalté nuevamente sin pensar en que yo estaba bastante más despierto que ella.

—Es muy raro.

—Es muy raro, ¿el qué? —acertó a preguntarme después de bostezar.

—Lo de anoche —le dije, queriendo que se acordara cuanto antes de nuestra última conversación— algo ha pasado en la habitación de al lado.

—¿Ya estás otra vez con tus historias? —me dijo divertida—, entonces, ¿se han cargado a alguien?, y si ha sido así, ¿ha venido ya la policía?, ¿o una ambulancia?

Con su practicidad, mi mujer siempre me ha hecho ver las cosas como son, y con sus preguntas me hizo pensar que una vez más podía tener razón: si realmente hubiera pasado lo que yo me temía, o aunque estuviera equivocado y solo hubiera sido un accidente, lo lógico es que con quien hubiera estado discutiendo por la noche hubiera llamado a algún servicio de urgencias, o al menos al personal del hotel, y yo estaba seguro de no haber escuchado absolutamente nada más.

Mi silencio y gesto analítico fue suficiente para que mi mujer me mirara con cariño, no me hiciera demasiado caso, y me mandara a ducharme el primero para dejarlas luego a ellas el baño libre y poder bajar pronto a desayunar.

Achantado decidí no insistir. Es verdad que lo ocurrido por la noche fue muy raro y la oscuridad a veces nos hace ver cosas que no son. Solo le hice a mi mujer una pregunta más.

—¿Tú sabes quién se alojó ayer en la habitación de al lado?

 

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 4 de 16)

—Sí.

Mi mujer me conoce tan bien que sabía que, si no me contestaba, no iba a parar de insistir, así que se armó de paciencia.

—¿Te acuerdas de esa pareja que iba justo delante nuestro en el avión?, los dos que casi no hablaron entre ellos en todo el viaje —es verdad que esa falta de comunicación en una pareja que viajaba sola nos llamó la atención, y lo comentamos durante el vuelo—, pues esos.

Hablaba de un hombre y una mujer, cercanos a los cuarenta, que se pasaron todo el vuelo en silencio; él mirando su teléfono móvil, y ella leyendo una novela.

—¿Estás segura? —en mi retorcida mente, la mano que vi por la noche podía coincidir claramente con la de ese hombre al que se refería mi mujer.

—Mmmm… sí, seguro, los vi entrar y les saludé cuando bajaste a por las maletas —me respondió, ya sin mucho interés y más pendiente de bajar a desayunar que de responder a más preguntas mías.

Me esforcé en no insistir más y centrar mis pensamientos en convencerme de que efectivamente todo habían sido imaginaciones mías, y que si realmente durante la noche había pasado algo, lo lógico es que a esa hora ya hubiéramos tenido mucho follón en el hotel y movimiento evidente de gente. Por otro lado, tampoco era yo nadie para enredarme en resolver el problema que hubiera podido surgir entre nuestros compañeros de viaje y hotel. Tenía que olvidarme y disfrutar de las vacaciones.

Así que bajamos a desayunar y ya pasamos la mañana visitando los primeros paisajes de esos lugares exóticos y espectaculares que esperábamos ver, y que por cierto no nos defraudaron: el tremendo cráter de Sete Cidades y todo el paraje que rodea a tremendo vestigio volcánico, impresionante explosión de naturaleza.

Volvimos al hotel a media tarde, con ganas de darnos un baño en la pequeña piscina y refrescarnos un poco antes de visitar la ciudad que nos alojaba, y fue precisamente ese momento de descanso el que me hizo volver a pensar en el suceso nocturno: la mujer silenciosa que viajó con nosotros, y que mi mujer me dijo que se había alojado en la habitación vecina a la nuestra, estaba al otro lado de la piscina, sola, escondiendo el rostro tras una gorra blanca, tumbaba tan tranquila y sin ninguna pinta de estar acompañada.

Me quedé mirándola, y en cuanto ella se dio cuenta de que estábamos allí, en seguida se fijó en mí y, sin ningún disimulo, ya no me quitó la vista de encima. Me puso nervioso, la verdad… Igual que yo sabía que ella era nuestra vecina de habitación, ¿sabría ella que nosotros estábamos al lado y podríamos haber escuchado la discusión?, ¿me habría visto asomarme al pasillo del hotel?

Intenté dejarlo estar, olvidarme de mis dudas y sospechas, pero su insistencia en mirarme no favoreció precisamente ello. Según me agobiaba, cada vez tenía más claro que esa noche había pasado algo, volvía a pensar en un asesinato, y parecía que yo, no solo era el único testigo de ello, sino que además la asesina lo sabía.

 

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 5 de 16)

 Tras pasar preocupado el resto de la tarde, y cenar en el casco antiguo de Ponta Delgada, la segunda noche en ese hotel la pasé en vela, pendiente de lo que nuevamente pudiera escuchar en la habitación de al lado, que fue nada.

Por la mañana preferí no insistir en lo que solo yo estaba seguro de que había ocurrido, en parte para no fastidiar las vacaciones a mi familia, pero sobre todo para protegerlas de mi sospechosa; si ellas actuaban con normalidad, mi supuesta asesina se daría cuenta de que no había compartido con ellas ninguna información y, ante una posible reacción peligrosa por su parte, esperaba que las dejara al margen.

Este día teníamos prevista una ruta por la otra parte de la isla de Sao Miguel, la zona de Furnas, pero yo decidí que, antes de que nos recogieran, iba a intentar quedarme tranquilo respecto a mis sospechas y, haciéndome el distraído, planeé preguntar en la recepción del hotel por los inquilinos de nuestra habitación de al lado, buscando que me hablaran de ellos y, si fuera posible, que me dieran algún dato que indicara que no había pasado nada. Así que, mientras esperábamos al guía que nos iba a acompañar en la excursión, y con la excusa de que me había dejado algo en la habitación, entré de nuevo en el hotel y paré en el mostrador donde los empleados ya respiraban ante la salida de gran parte de los turistas.

—Perdón —le dije al recepcionista que vi con más cara de sueño —, me he dejado las llaves de la habitación, y necesitaba recoger algo.

—Claro, señor. ¿Me dice su nombre y número de habitación?

—Sr. Carazo. Habitación 516 —le di deliberadamente el número de la habitación contigua a la nuestra.

Tras una breve comprobación en el ordenador, el joven me miró extrañado.

—Debe haber algún error, señor Carazo, esa habitación no figura a su nombre.

—¿Cómo qué no? —exageré— Compruébelo bien, que tengo algo de prisa.

Sin cambiar la pantalla que tenía en el ordenador, el recepcionista insistió justo como yo quería.

—¿Está seguro del número, señor? Esa habitación figura a otro nombre.

—¿Seguro?… Espere a ver… Quinta planta, casi en frente del ascensor.

Tras teclear de nuevo en el ordenador, el empleado sonrió cuando fue consciente de haber resuelto el problema.

—Ahora lo entiendo, señor. Su habitación es la 517. Son tres personas, ¿verdad?

Asentí mientras simulaba contar las puertas del pasillo donde estaban las habitaciones y sin darle todavía toda la razón a mi interlocutor, por si me aportaba más datos.

En su afán por aclararme las dudas, el joven acabó dándome más información.

—517. Esa es la suya. Está a su nombre, y son tres. La 516 es del señor y la señora Arbiza. No hay duda.

—Ah —dije aparentando desgana. Y al ver la llegada del coche que nos iba a recoger, añadí—. De todas maneras luego recogeré mis cosas, porque ya vienen a buscarnos.

Y dejando más sorprendido que tranquilo al recepcionista, me di la vuelta y salí a la entrada del hotel, donde teníamos el punto de encuentro con el guía.

Mi sorpresa y miedo llegó cuando vi a la que ya sabía que se llamaba señora Arbiza, sentada en el bordillo de la acera y siguiendo todos mis movimientos, incluidos los que había ejecutado en la recepción del hotel.

 

 

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 6 de 16)

 Vaya jornada pasé después de saber que mi sospechosa se había dado cuenta de mis preguntas al personal de recepción, menos mal que la belleza de los parajes que visitamos en esa maravillosa isla me hizo olvidar cualquier suceso, incluido el asesinato, por muy sorprendente que esto parezca.

Ese día la vuelta al hotel fue tranquila, y nuestro paso por la piscina para refrescarnos también, aunque para alguien inquieto como yo bastaron unos minutos perdidos en la tumbona para que mi mente se volviera a activar en modo detective y decidiera aprovechar ese momento de pausa de mi familia y escaparme a realizar alguna investigación más.

—Puf… ¡Qué calor! No lo aguanto —exclamé levantándome.

Bastó ese gesto y esa frase para que mi mujer e hija me miraran con cara de: “Ya está el agonías, que no puede parar quieto”, y agradecieran que las dejara allí tranquilas. Como no era muy tarde, acababa de ganar un buen rato para investigar. Aun así, decidí ser mucho más directo que por la mañana y, aprovechando el cambio de turno en la recepción, me acerqué de nuevo al mostrador y le dije a la más joven que vi, por supuesto mostrándome muy seguro y poniendo cara de tener prisa.

—La llave de la 516, por favor. Soy el señor Arbiza. Tiene las dos mi mujer y me he venido yo antes.

¡Funcionó! Al momento, y sin más comprobaciones conseguí dos cosas: que me dieran la tarjeta para abrir la habitación contigua a la nuestra, y que hasta ese momento nadie había echado de menos al señor Arbiza.

Subí sin pensar demasiado en lo que iba a hacer y, tras no escuchar ningún ruido desde fuera, abrí la puerta del cuarto y me colé en el interior del posible escenario del crimen. No quise encender la luz para que nadie desde el exterior se diera cuenta de mi intromisión y así, a tientas, avancé hasta el fondo y entreabrí las cortinas para acomodar un poco mejor la vista a la penumbra. Evitando ponerme nervioso por el allanamiento, no tuve que esforzarme mucho para comprobar con lo que llenaba el armario y el cuarto de baño, que en aquella habitación debería haber dos personas, y en concreto un hombre y una mujer, y lo que ya no me dejó lugar a dudas fue la tarjeta de bienvenida que el hotel había dedicado al señor y la señora Arbiza.

Acababa de confirmar lo que había averiguado hasta ese momento, y que allí seguía habiendo pertenencias de una pareja, pero entonces la pregunta ahora no era solo qué había pasado, que eso lo tenía más o menos claro, sino… ¿qué había hecho esa mujer con el cuerpo de su marido?, ¿cómo era posible que se hubiera desecho del cadáver sin llamar la atención?

Me dispuse a abandonar impunemente la habitación cuando, nada más abrir la puerta, me topé de bruces con una chica que no me dio tiempo a reconocer. Chocamos bruscamente y fue tal el pánico que me invadió que no me paré a escuchar que era ella la que me decía.

—Entschuldigung, ich habe ihn sie nicht gesehen.

Y tampoco en lo extrañada que se debió quedar cuando, sin pedir perdón, eché a correr y enfilé mi huida escaleras abajo, camino del refugio de la hamaca abandonada antes en la piscina.

 

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 7 de 16)

 Me tumbé al lado de mi mujer, disimulé mi agitación, y solo cuando conseguí estar más relajado entendí que no había chocado con la señora Arbiza, y que nadie se había dado cuenta de mi paso por la habitación 516.

El resto de la tarde y la noche transcurrieron con normalidad: visita a la ciudad y cena en la zona del puerto. Eso sí, al no volver a ver a mi sospechosa desde antes de abandonar la piscina, y siendo como iba a ser la última noche que pasaba en ese hotel, me pasé buena parte de ella sentado en la terraza, con la excusa de no poder dormir, y la única y firme intención de controlar cuándo y con quién volvía la señora Arbiza, si es que lo hacía. Quería confirmar que lo hacía sola, sin su marido, y buscar entonces cualquier excusa con el personal del hotel para que reclamaran al desaparecido señor Arbiza, a ver cómo reaccionaba ella.

Fue bien tarde cuando al fin la vi llegar, y aunque disimuló arrimándose a otra turista, yo, que la había localizado desde lejos, supe al instante que volvía sola y que ejecutó ese último y estratégico movimiento para entrar al hotel acompañada, lo que a mi modo de ver la delataba todavía más.

Dando gracias a que mi familia se hubiera dormido pronto, me acerqué sigilosamente a la puerta de nuestra habitación y, cuando escuché cómo entraba ella en la de al lado, salí directo una vez más al mostrador de recepción. Tuve suerte de que estuviera de guardia otro empleado diferente al de la tarde, y al de la mañana.

—Buenas noches —le abordé bruscamente—. Necesito que localice al señor Arbiza, de la 516.

La cara del recepcionista mostró su sorpresa e intención de averiguar el motivo por el que debía molestar a un cliente a esas horas.

—Es urgente —me adelanté —, se lo aseguro.

Nuevamente mi fingida seguridad surtió efecto porque el hombre, tras vacilar escasos segundos, al fin levantó el teléfono y marcó un número de tres cifras: el cinco, el uno y el seis. Tras susurrar con quien le hubiera atendido la llamada se volvió a dirigir a mí, tapando el teléfono con la mano, y me dijo.

—Dice la mujer del señor Arbiza que él está dormido, y que le diga a usted, señor Carazo, que todo está bien y que no tienen ningún problema. Que si quiere usted, puede hablar con él por la mañana.

Me quedé lívido. ¡Ella sabía quién era yo!, ¡y se atrevía a ofrecerme hablar con el muerto a la mañana siguiente! Desde luego tuve que reconocer que no tuvo mejor manera de pararme los pies y dejarme sin argumentos delante del somnoliento recepcionista. Después de eso no pude más que excusarme con el empleado y volver al refugio de mi habitación, lo cual hice temblando y desconcertado. Me encerré en ella y, una vez más, pasé el resto de la noche en vela, casi agradecido de que al día siguiente nos cambiáramos de isla y fuera a perder de vista a la señora Arbiza y su crimen. ¡Quién me mandaba ponerme a jugar a detectives! Lo que hubiera hecho esa mujer no era problema mío y, por supuesto, no iba a arriesgarme a que me pasara a mí lo mismo que a su seguro difunto marido.

 

 

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 8 de 16)

Ya por la mañana, y ante la sorpresa de mi familia, cuando ellas se levantaron yo ya había hecho el check out y les insistí en recoger todo rápidamente, desayunar como si estuviéramos llegando tarde a algún sitio, y esperar en la esquina más apartada de la puerta del hotel al taxi que nos iba a llevar al aeropuerto; todo con tal de evitar un encontronazo con la señora Arbiza.

Hasta que no llegamos al aeropuerto —teníamos el traslado de isla en avión— no me empecé a relajar; creo que fui el único pasajero que cruzó el control de seguridad con una sonrisa y al que la tediosa espera para embarcar le supuso un placer. Yo solo pensaba en que ya perdía de vista a mi sospechosa y que no me iba a quedar más remedio que olvidarme del asesinato.

Lamentablemente esa felicidad solo duró hasta que, siendo un aeropuerto pequeño, nos sacaron a la pista y nos colocaron en fila para subir andando a un pequeño avión de hélices. No me pude creer que ella estuviera también allí. ¡La vi delante nuestro! Iba sola, lógicamente para mí sin su marido, y aparentando ser una turista despistada más, aunque yo estaba seguro de que me tenía localizado y vigilado.

Sin poder disfrutar ya del vuelo, esperé hasta que mi mujer e hija se durmieron y me levanté con la excusa de ir al aseo y la firme intención de localizar a mi sospechosa: estaba unos asientos por detrás nuestro y no tuvo reparo en mirarme fijamente cuando pasé a su lado. Azorado, yo mantuve la vista fija en el final pasillo; no tuve valor para enfrentarme a ella. Aproveché la visita al aseo para remojarme bien en el lavabo y volví corriendo a ocupar de nuevo mi asiento, con la sorpresa de que, al lado del libro que tenía preparado para leer, me encontré una nota de papel.

La cogí y la disimulé entre las páginas del libro. Asegurándome que mi familia seguía durmiendo, me animé a abrir esa nota y enfrentarme a lo que tuviera escrito: era una hoja con el sello del hotel que acabábamos de abandonar y me transmitía un mensaje muy directo: “Sé que lo has visto. Silencio. Por tu bien”.

Así que la señora Arbiza ponía las cartas sobre la mesa, y no se escondía, al menos ante mí, pero también me amenazaba, y bien sabía yo de lo que era capaz esa mujer. ¿Qué podía hacer? Estaba totalmente bloqueado y cuando, desesperado, levanté la vista, fue aún peor, porque allí plantada, delante mío, estaba ella, sonriéndome como si disfrutara de la situación.

No supe reaccionar, y creo que ella, comprobando que mi reacción a su mensaje era la que esperaba, entendió que no era el sitio ni el momento de hacer nada más porque se limitó a volver a su asiento y no me molestó más en el resto del viaje, o al menos yo no lo sentí porque tampoco me giré ni una sola vez hacia atrás.

 

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 9 de 16)

 

 Llegar a Horta, capital de la isla de Faial, y sentirme vigilado fue todo uno, percepción que además ya no me abandonó en el resto el día.

Esa tarde no teníamos vistas programadas, así que, una vez instalados en el nuevo hotel, decidimos salir a visitar la cuidad. Mi silencio extrañó un poco a mi familia, pero lo achacaron al cansancio que evidenciaban mis ojeras y me respetaron. Mi mente, sin embargo, no dejaba de trabajar: algo tenía que hacer, no podía estar así hasta el final del viaje y, aunque peligroso, mi conciencia no me permitía permanecer pasivo habiendo sido testigo de un asesinato.

No tengo nivel de inglés suficiente como para manejarme con soltura en un país extranjero, por lo que la opción de acudir a la policía no era viable, y tampoco quería implicar a mi hija —que era la única que podía hacerme de traductora—, pero es que además tampoco tenía más pruebas del crimen que la foto que conseguí sacar deprisa y corriendo de la mano del difunto. La única solución que para mí era viable consistía en buscar a la señora Arbiza, presionarla y seguirle la pista para forzarla a cometer algún error que la delatara.

No me hizo falta esforzarme mucho porque esa noche fue ella la que nos contactó. La vi de lejos en la calle, avanzando en dirección contraria a la nuestra; en mi afán de acumular información, disimulando que fotografiaba la calle, saqué una foto en la que con algo de esfuerzo se le podía reconocer. Ella se dio cuenta porque, al saberse retratada, se acercó directa a nosotros.

—Hola, ¿sois españoles? —le dijo muy educada a mi mujer.

—Sí —contestó ella con la alegría que da encontrar a un compatriota en país ajeno—, ¿necesitas algo?

—¡Qué alegría! —disimuló muy bien— Es que busco algún sitio para cenar.

En ese momento no sé de dónde saqué el valor para intervenir como lo hice.

—¿Y tu marido?, te vi con él en el hotel de Ponta Delgada. ¿No está aquí?

—¡Dani! —me regañó con toda la razón mi mujer por esa pregunta tan indiscreta, algo impropio de una persona tímida como yo.

La señora Arbiza se turbó un momento, o eso simuló muy bien, pero en seguida pareció aceptar el reto y disfrutar con él.

—Mi marido no está aquí conmigo. Enfermó y se ha quedado en Ponta Delgada. He venido sola.

—¡No me digas! —mi mujer estaba perpleja—, y ¿está solo allí en el hotel?, ¿estará bien?, ¿os podemos ayudar?

—No creo que le haga falta mucha ayuda, al menos ya no —no pude evitar decir.

—No os preocupéis —zanjó la señora Arbiza la conversación antes de que mi mujer me reprendiera de nuevo—, lo tengo todo controlado… o eso creo. Gracias. Ya nos veremos.

Y diciendo esto siguió su camino, como si nada.

En cuanto comprobé que ya no nos podía escuchar le dije a mi mujer que fuéramos buscando un sitio para cenar y, no sé si consiguiendo disimular, las dirigí por las calles del centro de Horta a una distancia prudencial, pero siempre detrás de la misteriosa señora Arbiza.

 

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 10 de 16)

 Costó un rato hasta que por fin la señora Arbiza entró en un local, abarrotado de gente y que parecía estar de moda, y se sentó directamente en una mesa. Entramos nosotros detrás y, mientras mi hija buscaba en Google información de ese negocio, aproveché para hacerme una composición del lugar. Me extrañó que la señora Arbiza no hubiera preguntado a ningún camarero y se hubiera sentado directamente, ni siquiera para avisar de su llegada si es que tenía concertada una reserva. Entonces me fijé que en esa mesa ya había dos jarras de cerveza, y que al momento, un hombre que salía de los aseos se sentó con ella. Había quedado allí con alguien.

—Aquí —dije muy convencido—. Este sitio está muy bien.

—¡Genial! —exclamó mi hija— Es el “café Peter”, es un sitio muy antiguo y tiene una tradición marinera importante.

Menos mal que resultó ser un local recomendado, porque así mi familia quedó encantada con la elección. Esperamos unos minutos hasta que, con mucha suerte, nos dieron una mesa y, ya sentados, pude vigilar los movimientos de la señora Arbiza.

Cenó sola con ese hombre, comida ligera y snacks. Hablaron en tono bajo, aunque hubiera sido imposible saber lo que decían por el estruendo del local; lo que llamamos comunicación no verbal me transmitió la sensación constante de que ocultaban algo; estaban tramando algo y nuevamente yo estaba siendo testigo. La cena de la pareja terminó con un café y la entrega de un fajo de billetes por parte de la señora Arbiza a su comensal.

—¡Joder! —se me escapó.

—¿Qué pasa, Dani? —preguntó mi mujer al mismo tiempo que seguía mi cada vez más indisimulada mirada— ¡Anda! Si es la que nos ha preguntado antes… Pero ¿está con otro hombre?

Respiré ante el argumento abierto de una posible infidelidad. Siempre era mejor eso que un asesinato.

—Eso parece —le di la razón, agradeciendo que ella no hubiera visto el pago de dinero.

Mi mujer e hija dieron ya poca importancia a la presencia de esa mujer allí al lado y se dedicaron a comentar alegremente las recetas culinarias que ofrecía el bar. MI mente me llevó entonces a pensar que allí estaba una de las claves del caso: la señora Arbiza estaba pagando por algún servicio prestados a ese hombre, y ese servicio prestado… ¡Bien podía ser la ayuda en el asesinato de su marido!

No di crédito a la desfachatez de la señora Arbiza. Como seguían sentados cuando nosotros terminamos la comanda, decidí pedir un trozo de la famosa tarta de tres chocolates para alargar la estancia en el bar y lo degusté tranquilamente hasta que la pareja terminó sus diatribas y se levantó para retirarse, lo cual hicieron pasando al lado de nuestra mesa; esto provocó que, tanto la señora Arbiza como el otro hombre, se fijaran en nosotros, siendo conscientes entonces de que su trapicheo había tenido testigos. Nuevamente disimularon bien ya que se limitaron a saludar con la cabeza y dejarnos allí plantados, a mí con mis elucubraciones y a mi familia con un postre delicioso.

 

 

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 11 de 16)

 Al día siguiente me levanté con el firme propósito, una vez más, de olvidarme del misterio que me estaba obsesionando. Me convencí por la noche de que no merecía la pena condenar de esa manera las ansiadas vacaciones, sobre todo porque poco podía hacer para demostrar lo que solamente yo sabía. Lo sentí por el señor Arbiza y ya leería en la prensa si su mujer se salía con la suya o no.

Aun así, busqué a la señora Arbiza en el hotel, en el barco que nos trasladó a la preciosa isla de Pico y en los grupos de turistas que, como nosotros, visitaban aquellos maravillosos parajes. Tuve la suerte de no verla en todo el día, ni a ella ni a su misterioso cómplice. Pero como no podía salir todo tan bien, fue una vez más en la vuelta al hotel cuando me volví a dar de bruces con la realidad y retorné a mi faceta detectivesca.

Fue en la piscina, donde inevitablemente fuimos a refrescarnos antes de salir a cenar. Allí, y para mi sorpresa, la vi a ella, a la señora Arbiza, saliendo a la terraza de una de las habitaciones —al menos esta vez no era vecina nuestra—. No había duda, era mi compatriota, y para colmo me dio la impresión de no estar sola ya que también vi una fugaz sombra que evitó salir. No retiré la vista a tiempo y cuando ella se giró, cruzamos la mirada. MI lividez puso en alerta a mi mujer.

—¿Estás bien, Dani?, te has puesto pálido.

—Puf —intenté disimular—, la verdad es que no, yo creo que con este calor se me ha revuelto el estómago… Voy a subir a la habitación un rato, a ver si me recupero.

Gracias a mi aburrimiento habitual en las piscinas, no extrañó mi intención y pude retirarme sin preocupar demasiado a mi familia. Decidí ir a la recepción del hotel para, con la misma técnica que usé en Ponta Delgada, asegurarme que era mi sospechosa a quien había visto, y con la intención ya de denunciar la situación a alguna autoridad. No pude hacerlo. Al salir del ascensor, en un recodo de un pasillo donde no había nadie, una mano surgió como de la nada y se posó con extraordinaria firmeza en mi hombro derecho.

—Venha conmigo —me ordenó el propietario de dicha mano.

No me hizo falta saber portugués para entender que me estaba ordenando acompañarle. Al no ceder la presión en mi hombro, no me resistí, y con bastante miedo avancé por donde me guio, que fue justo hasta la puerta de una habitación cercana. Cuando se puso a mi lado para llamar a quien esperara dentro de ese cuarto, pude ver la cara de mi secuestrador, lo cual me preocupó todavía más ya que reconocí sin dudas al hombre que acompañaba a la señora Arbiza la noche anterior. ¿Qué querían de mí? ¿Serían capaces a hacerme algo aunque estuviera allí con mi familia? Lejos de resolver estas dudas las acrecenté al abrirse la puerta que teníamos delante y comprobar que quien lo hacía era justo la señora Arbiza.

 

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 12 de 16)

 Tras mirarme unos segundos con curiosidad, la señora Arbiza se hizo a un lado y me permitió el paso al interior de la habitación, cosa que hice más que por voluntad propia, por el empujón que me dio el hombre que me había llevado hasta allí. Trastabillando me planté en mitad de la estancia y fue cuando pude comprobar que allí, al lado de la mesa, lo que indicaba que esa habitación estaba ocupada por dos personas, y no por la teóricamente solitaria señora Arbiza: dos maletas y dos pares de chanclas no dejaban lugar a dudas. Al levantar la vista, los ojos de la mujer me intimidaron antes de que ella misma rompiera el silencio.

—Veo que te interesa mi vida, Daniel.

¿Daniel? ¿Sabía mi nombre? Eso solo podía significar que me había investigado, porque yo no la había visto en mi vida.

—¿A mí? —lógicamente no conseguí hacerme creer.

—No estamos para perder el tiempo, ¿verdad? Que las vacaciones siempre se hacen cortas y hay que aprovecharlas. ¿Por qué me sigues?

—¿Seguirte? ¿Yo? —exclamé con verdadera sorpresa— Ojalá no hubiera visto nada.

—¿No hubieras visto el qué, Daniel?

¡Qué descaro! Ella conocía tan bien como yo de lo que estábamos hablando, pero seguramente lo que pretendía era averiguar hasta dónde sabía yo. Mi única oportunidad era ganar algo de tiempo y hacerme el tonto a ver si conseguía salir indemne de allí.

—¿Cómo sabes mi nombre?

Ella se rio y, en vez de contestarme, lo que hizo fue dirigirse a una de las mesillas de noche y sacar del cajón un libro que reconocí al instante: “Cuando leer es delito”, mi última novela. Sentí una mezcla de orgullo y preocupación.

—¿Lo has leído? —mi curiosidad superó al miedo.

—Y me ha gustado. Enhorabuena.

Un suspiro del hombre que tenía a la espalda nos devolvió a la realidad.

—Lo que vi la otra noche —contesté a la pregunta que me había lanzado antes de decirme por qué me conocía—, en el hotel de Ponta Delgada.

—Lo que viste, o más bien escuchaste, fue una triste discusión de pareja. Entiendo que el desmayo de mi marido te haya hecho pensar en alguna trama como las de sus libros, pero son imaginaciones tuyas.

—Y entonces, ¿dónde está el señor Arbiza, si puede saberse?

—Te lo dije ayer. Se puso malo y se ha quedado en Ponta Delgada.

—También dijiste que estabas aquí sola.

Un paso adelante del silencioso hombre que nos acompañaba precedió a la respuesta de mi interlocutora.

—Eso no es asunto tuyo. Lo que haga aquí João no es de tu interés.

Miré con miedo al tal João, que se mantenía firme y amenazador detrás mío y que dijo con hastío.

—¿Terminamos com isso?

—Não se preocupe João, o senhor Carazo está indo embora e vai nos deixar em paz, ¿certo?

Creí entender que me invitaban a irme y a no volver a molestarles, aun así me lo dejo más claro todavía.

—Por la cuenta que te tiene, Daniel, no vuelvas a molestarnos. Piensa en ti… y en tu familia.

No hizo falta nada más para que yo aprovechara el resquicio que me dejó João y saliera de la habitación con más miedo y preocupación de la que tenía al principio.

 

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 13 de 16)

 Tras pasar otra noche casi en vela, pensando, sin encontrar solución, en cómo evitar verme implicado en los planes de la señora Arbiza, un nuevo día en las Azores consiguió abstraerme, aunque no por completo, de la amenaza que recibí la jornada anterior. Espacios en la isla de Faial como el mirador de la virgen de la Concepción, el inmenso cráter de Caldeira, el completísimo museo volcánico de Capelinhos e incluso la piscina natural en la que acabamos la ruta obraron el milagro.

Fue una vez más al final de la jornada cuando, en el mirador del Monte da Guia, desde donde observábamos gran parte de la ciudad de Horta, volví a la realidad que tanto evitaba. No sé por qué me llamó la atención una furgoneta blanca que estaba aparcada en un lateral del puerto deportivo, aunque rápido descubrí que lo que había atraído mi mirada fue la inconfundible presencia de la señora Arbiza y de João al lado de dicho vehículo. Con la excusa de hacer fotos del paisaje, me aparté del pequeño grupo que nos acompañaba y, haciendo uso del zoom de la cámara pude observar mejor la escena; me extrañé al descubrir que la furgoneta estaba especializada en reparto de material congelado y que, de su interior, mis dos conocidos estaban descargando varias cajas de material aislante para depositarlas en una pequeña lancha neumática.

La idea cruzó de manera fugaz por mi mente, y no quise ni pensar en ello hasta que la caída de una de esas cajas me confirmó que había acertado: algo parecido a un trozo de carne y el desbordamiento de un líquido espeso y rojo oscuro fueron claramente visibles antes de hundirse en el agua…

El susto que se llevó la señora Arbiza, la bronca a su cómplice, y su ansia por comprobar que nadie se había percatado del incidente, no podía significar que estuvieran haciendo nada bueno; un nuevo pago en efectivo al conductor de la furgoneta antes de despedirlo y hacerse los dos a la mar en la lancha neumática tampoco me transmitió muy buenas sensaciones.

Poniendo como excusa el vuelo de unas gaviotas alargué mi supuesta sesión de fotos todo lo que pude, aunque lo que estaba haciendo era seguir el trayecto de la señora Arbiza y de João hacia alta mar. El privilegio de mi posición me permitió comprobar cómo, a bastante distancia mar adentro, pararon el motor y se dedicaron a lanzar al agua las cajas que acaban de cargar… Me acababan de resolver la parte del crimen que todavía no había averiguado: qué habían hecho con el cuerpo del señor Arbiza y cómo se estaban deshaciendo de él ¡Qué horror! ¡Descuartizado, transportado a otra isla y lanzado a los tiburones!

Cuando terminaron con su macabra acción, me reincorporé lívido al grupo con el que estábamos terminando la visita. Antes de que mi mujer dijera nada, me adelanté yo mismo.

—A mí este clima húmedo y cálido no me sienta bien. Estoy deseando llegar al hotel.

Resopló desesperada por mi poca resistencia al turismo y, al menos así, conseguí que me ignoraran y pude recuperar un poco el talante mientras decidía qué hacer.

 

 

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 14 de 16)

 Al día siguiente, lo que iba a ser una maravillosa penúltima mañana de nuestras vacaciones, lanzándonos a alta mar con un grupo de científicos de la Universidad de Lisboa con el objetivo de observar cachalotes, delfines, y con suerte alguna ballena azul, se convirtió en una pesadilla imaginando que debajo nuestro, quién sabe a qué profundidad, estaban los trozos del cadáver del señor Arbiza pudiendo ser juguete o alimento de los animales que pretendíamos ver. Cada silueta de una gaviota posada en la superficie del agua era para mí un trozo de una de las cajas aislantes que habían contenido fragmentos de un ser humano.

Acompañé todo lo que pude a los universitarios e incluso me emocioné ante la grandiosidad de los cachalotes —imposible no hacerlo—, y así conseguí terminar con éxito y sin vomitar la expedición, aunque nadie hubiera sabido si ese vómito habría sido debido al mareo del mar, o a la imagen del señor Arbiza despedazado debajo nuestro.

Tuvimos que volver al hotel a recoger el equipaje antes de tomar el vuelo de vuelta a la isla de San Miguel, y como nos quedaban dos horas libres, disimulé unas ganas tremendas de pasear por la ciudad antes de abandonarla. Lógicamente, ni mi mujer ni mi hija me acompañaron, y eso me permitió ejecutar el plan con el que quería quitarme de encima el peso que me estaba agobiando. Me dispuse a ir a lo que encontré como la comisaría de policía más cercana al hotel: la Capitanía del Puerto de Horta —al menos era policía marítima—, con el fin de dejar constancia de todo lo que había averiguado. No podía marcharme así, pero tampoco me quería ver envuelto en un jaleo policial y quién sabe si diplomático, por eso lo que ya había empezado a hacer durante la noche anterior, y terminé rápidamente en ese momento, fue transcribir el relato de los hechos, luego lo traduje al portugués con una aplicación del móvil, lo imprimí desde ese ordenador que aún queda presente en el vestíbulo de todos los hoteles y que ya nadie usa, y mi intención era dejarlo de forma anónima en dicha comisaría.

Tras andar un poco por las calles vacías, y cuando tuve al alcance mi objetivo, lo que casi conseguí fue sufrir un nuevo infarto ya que, a escasos metros de dicha comisaría, la presencia del maldito João, hablando con el agente de guardia en la puerta, me disuadió por completo de ejecutar mi débil plan.

Temblando, me di inmediatamente la vuelta y fue entonces cuando me topé de bruces con la señora Arbiza. Ella estaba muy tranquila, yo sin embargo hecho un flan.

—Daniel… Daniel —dijo conteniendo las formas.

No acerté a responder, y menos al ver cómo el gorila portugués se despedía del policía y venía hacia donde estábamos nosotros.

—Creía que había quedado claro que todo esto no era de tu incumbencia —siguió la señora Arbiza.

—Yo…

—¿Y has dejado solas a tu mujer e hija? —Me interrumpió.

Eso fue suficiente para que, antes de que João llegara a nuestra altura, le diera a la mujer un fuerte empujón haciéndole caer entre dos coches y saliera corriendo como alma que lleva el diablo, preocupándome de pasar al lado del funcionario policial, que nos miraba sorprendido, para lanzarle el papel que llevaba impreso.

 

 

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 15 de 16)

 Llegar al hotel de Horta, aguantar las protestas de un taxista que ya me estaba esperando con nuestras maletas cargadas y largarnos al aeropuerto, fue mi salvación. Abandoné la isla de Faial dejando allí a la señora Arbiza y a su cómplice y habiendo, de alguna manera, declarado mi relato de los hechos; podía estar tranquilo.

Esta vez, las horas de espera para la facturación y embarque, así como las del vuelo, las dejé pasar simulando que estaba adormilado. Por supuesto no vi ni rastro de mis sospechosos, y como en Ponta Delgada íbamos a un hotel diferente del que nos alojó al inicio del viaje, mi mente consiguió tranquilizarse casi por completo.

Nuestras vacaciones ya estaban terminando, solo nos quedaba pasar esa noche y, como a la mañana siguiente, muy temprano, partía el vuelo de vuelta a Madrid, decidimos no visitar una ciudad que ya conocíamos y aprovechamos para cenar algo ligero en el snack bar del hotel.

Me reconocí obsesionado por la señora Arbiza ya que, estando sentados en el patio interior del hotel, y mientras repasábamos divertidos las fotos de los días anteriores, mi semblante volvió a tensarse cuando creí ver a mi vieja conocida en una de las habitaciones que tenía a la vista…, pero además, si a quien yo veía era ella…, ¡no estaba sola!, y si yo estaba viendo bien… ¡esta vez estaba acompañada por otra mujer!, a quien por cierto juraría haber visto antes y no caía dónde.

Intenté no dejarme llevar por el pánico, me dejé medio sándwich sin tocar e insistí en retirarnos pronto con la excusa de que teníamos que levantarnos a las cinco y media de la madrugada, y teníamos pendiente cerrar las maletas.

Cuando, todavía sin amanecer, sonó la alarma del móvil, yo no había conseguido dormir ni cinco minutos; no veía la hora de abandonar aquellas, por un lado maravillosas islas, pero que por otro lado me tenían en un sin vivir. Mientras mi mujer e hija remoloneaban un poco más, yo me duché y aproveché para bajar a recepción a hacer el check out. Tras tocar un par de veces el timbre que avisaba al personal del hotel, y cuando por fin me atendieron, fue cuando recordé perfectamente dónde había visto a la mujer que acompaña la noche anterior a la señora Arbiza.

—Buenos días, señor, ¿qué necesita?

Era ella, ¡la recepcionista del hotel era la que estaba en la habitación de mi sospechosa! Me quedé mudo intentando entender algo.

—¿Señor? —insistió la mujer, con cara más de diversión que de extrañeza ante mi silencio.

—Esto… —titubeé—, yo…, nosotros…, salimos ya y quería hacer el check out.

—Claro, señor Carazo, no hay problema.

¿Señor Carazo? Yo no me había identificado todavía ¿Sabía quién era yo? Eso no podía significar nada bueno.

—¿No quieren desayunar algo antes?

De forma automática miré hacia donde estaba el restaurante y me sorprendí al verlo abierto y débilmente iluminado. Me giré de nuevo hacia la mujer.

—Lo abrimos toda la noche —me aclaró—, al estar tan cerca del aeropuerto aquí se aloja mucho piloto. Además, señor Carazo, le esperan a usted.

 

 

TESTIGO DE ASESINATO (Capítulo 16 de 16)

 Dudé si seguir el consejo de la recepcionista o volver al cobijo de mi habitación, pero un gesto de ella, insistiéndome en hacerle caso, y la certeza de que tenía que dejar resuelto mi problema si quería tranquilidad, me hicieron avanzar con miedo a la entrada del restaurante. Paré justo en la puerta, me giré, comprobé cómo la empleada del hotel no me quitaba la vista de encima, y fue entonces cuando me animé a acceder a la sala.

La escasa iluminación tardó en permitirme ver que solo había una mesa ocupada, y no precisamente por un piloto, sino por una mujer que, con un café en las manos, me miraba fijamente: la señora Arbiza, con una sonrisa triunfadora, señaló una silla para que yo me sentara a su lado. Sin mirar a los laterales, igual que un condenado acude al patíbulo, así llegué a su altura y, sumiso, me puse a su disposición.

—Daniel… —inició con suspense—, un placer verte de nuevo.

—Mi familia me espera —dije yo intentando darle razones para que no me hiciera nada y tampoco demoráramos mucho esa escena.

—¡Tranquilo, hombre! ¿No te ha gustado?

No entendí a qué se refería, y tampoco me dio tiempo a preguntarle antes de escuchar cómo se acercaba por mi espalda alguien a nuestra mesa; unos pasos que interpreté masculinos trajeron a mi mente el rostro de un João que pensaba no iba a volver a ver. La sonrisa que, sin mirar a nuestro nuevo comensal, me dedicó la señora Arbiza, hizo que me girara antes de que este llegara; lo que vi, me dejó helado: el señor Arbiza, de una pieza, y con aspecto de estar muy sano, me palmeó la espalda y se sentó a mi lado poniendo un plato de fruta al centro de la mesa.

—¿Qué tal? —dijo quien yo pensaba muerto y en el fondo del océano.

—Parece que le hemos sorprendido —añadió mi supuesta asesina.

Yo no era capaz de decir nada.

—¿Lo entiendes, Daniel? —me dijo la señora Arbiza— Nos ha salido bien, ¿no?

—Pero… ¿qué significa esto? —conseguí preguntar.

Se miraron con complicidad antes de que él le cediera la palabra a ella, dándole el honor de explicar lo que había pasado en la última semana.

—Te reconocimos nada más llegar aquí, a las Azores, te vimos mientras esperábamos las maletas, y esa misma noche planeamos todo. Por tu cara, creo que nos ha salido bien, ¿no?

No respondí.

—Inventarnos un asesinato, conseguir que fueras testigo, implicar a nuestro amigo João para que nos ayudara allí en Horta además de al personal de los hoteles para mantenerte en tensión toda la semana…

—Y pasar nuestras vacaciones separados —añadió el señor Arbiza.

—No ha sido fácil —terminó ella—, aunque sí muy divertido.

—¿Me reconocisteis? —fue la única parte de la explicación que no encajé.

—¡Claro! ¡Daniel Carazo! ¡El escritor!

—¿Y?

—Daniel —terminó ella con ese tono tranquilizador que solía usar—, ¿no lo entiendes? Te hemos regalado una fantástica trama para tu próximo libro, y nos encantaría ser los protagonistas.

Entonces lo entendí todo.

En vez de sonreír, una lágrima corrió por mi mejilla como única muestra de la tensión que liberé. No sé si ellos lo entendieron, pero me limité a levantarme de la silla, despacio, y sin decir nada volver al refugio de una familia que me esperaba para volver a España.

 

 

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Veterinario

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