¿Inteligencia? Artificial

¿Inteligencia? Artificial¿Inteligencia? Artificial

Me dijeron que era el elegido para el experimento un día de invierno, al volver del prado con mis vacas. Allí estaban mi nieto, el que trabaja con ordenadores, y la chica con la que siempre viene e insiste en que no es su novia. Cuando entré al calor de la cocina, mi nieto levantó los ojos de su tazón de pote, no así su chavala, que daba buena cuenta de él.

La verdad, no me enteré mucho lo que me pidió, solo bastó que lo hiciera para que yo aceptara; es el pequeño de todos y siempre ha sido mi debilidad. Así que accedí a que al día siguiente fuera la parienta la que se ocupara del rebaño y yo, bien aseado, me fuera con ellos a las afueras de Oviedo, a una zona de esas, llena de edificios todos iguales, donde me dijeron que los de su Universidad tenían un laboratorio.

Entramos en un edificio muy blanco por fuera, y por dentro. Recorrimos sobre cintas transportadoras varios pasillos largos y brillantes, vacíos, fríos y totalmente privados de cualquier posibilidad de luz solar. El ligero parpadear de las luces daba ganas de cerrar los ojos para volver, aunque fuera mentalmente, a la claridad de mis montañas. Al fin nos detuvimos delante de una puerta metálica que se abrió en cuanto mi nieto miró a un aparato y este lanzó un rayo verde directo a su pupila; jamás hubiera puesto yo mi ojo ahí, pero él lo hizo como si nada.

Se abrió ante nosotros una sala austera, clara prolongación del resto del edificio. Solo la ocupaba una silla, una mesa, y un artilugio negro encima de ella que semejaba una cajetilla del antiguo tabaco.

—Pasa, abuelo —dijo mi nieto, empujándome ligeramente para que lo hiciera—. Siéntate y conversa, que es lo que te gusta.

No me dio tiempo a preguntarle nada, porque cerró la puerta y me dejó allí solo. Aun así, dije en alto.

—Que hable, ¿con quién?

—Conmigo, Pelayo —contestó alguien.

Miré a mi alrededor y no vi a nadie. La habitación era diáfana, sin distinción entre paredes, suelo o techo, lo que hacía que nadie pudiera estar oculto; acostumbrado al olor de mis vecinos, inspiré fuerte para asegurarme que allí, lo único que olía, era mi colonia de los domingos, así que efectivamente no podía haber persona acompañándome. Habiendo crecido entre historias de Trasgus, me limité a ocupar la incómoda silla y, sin asustarme, di inicio a la charla para la que me habían llevado.

—¿Quién eres?

—La inteligencia artificial.

Era una voz femenina, suave pero algo metálica y demasiado uniforme, sin expresión. Miré la cajetilla negra y la golpeé suavemente, deslizándola unos centímetros sobre el brillo de la mesa y sintiendo frío en los dedos. Igual de lisa que las paredes, no tenía cables ni agujeros, pero me dio la impresión de que la voz salía de ella.

—Pues vaya nombre.

Silencio.

—Y tú ¿tienes vacas? —dije, por hablar de algo.

—Las vacas son animales mamíferos, rumiantes, que se crían y usan para obtener carne o leche como fuente de alimentación humana.

Entonces, el silencio fue por mi parte.

—¿Qué más quieres saber de las vacas? —me preguntó la voz.

—Yo sé todo de las vacas —respondí, al tiempo que seguía buscando algún altavoz o similar.

—Aquí quien sabe todo soy yo, Pelayo. Ya te he dicho que soy la inteligencia artificial.

—Vamos, no me jodas —fanfarroneé— Quien seas, aquí metida, ¿te crees que vas a saber más que yo de las vacas?

—Prueba a ver. Soy la versión beta del software “Ingenius”, terminada de programar este mismo año de dos mil treinta y uno y, hasta ahora, nadie me ha puesto en un aprieto.

Empecé a entender a mi nieto al llevarme allí. ¡Qué jodido el Alfonsito! Decidí actuar como él, seguro, esperaba que lo hiciera.

—Muy bien —acepté el reto—. ¿Cómo usas la vara para que las vacas vayan dónde tú quieres?

Silencio.

—Los días que amanece con Orbayu ¿a qué hora es mejor el ordeño?

Más silencio.

—¿Sigo, Ingenius? —añadí, con sorna.

En ese momento se oyeron dos clics: uno en la cajetilla, como si se hubiera apagado; otro al abrirse la puerta, detrás de la que apareció mi nieto.

—Eres un fenómeno, güelu. Acabas de conseguirme un ascenso.

—Anda, rapaz —le dije, dándole un pescozón—, llévame al pueblo, que tu abuela tendrá tarea.

Daniel Carazo

 

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