Daniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren-Capítulo Octavo 

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 La estudiante explica a la inspectora que, en la práctica clínica veterinaria, atienden a perros diabéticos, y que lo que ella ha aprendido es que para controlar las diabetes descompensadas se usan primero insulinas de acción rápida, que disminuyen en muy poco tiempo el azúcar en sangre, hasta dejarlo en valores más normales que ya no son de riesgo urgente para el perro, momento en el que se pasa a usar insulinas específicas de veterinaria de acción más prolongada. A Leire le cuesta entender el proceso, pero lo que no se le escapa es que, entre esas insulinas de acción tan rápida, la más utilizada es una fabricada efectivamente por Lilly, el laboratorio para el que trabaja el hombre del maletín. Se empiezan a juntar demasiadas casualidades. Además, no tiene claro si ese hombre salió de la cafetería a por su maletín, mientras ella hacía su llamada desde el aseo, y pudo aprovechar el momento para inyectar la dichosa insulina al primer muerto.

–¿Y de acción tan rápida son esas insulinas? –pregunta a la futura veterinaria.

–Lo que yo he visto allí, en la universidad –sigue explicando ella–, es que empiezan a realizar su efecto entre quince y treinta minutos tras inocularlas, y alcanzan su máxima potencia a la hora, o dos horas… no me acuerdo bien.

–¿Hasta dos horas? ¿Y no es mucho tiempo para lo que estamos viendo aquí dentro? –duda la policía.

–Depende de la dosis y del paciente. Yo le estoy hablando de teoría, y por supuesto a dosis normales… Si tenemos en cuenta que al menos el segundo hombre era diabético, y no sabemos qué cantidad pudo recibir… A mí no me parece imposible que haya muerto de esa bajada brusca de glucosa.

–Pero a ese hombre, si se la pincharon, tuvo que ser dentro de la cafetería, porque antes estaba aparentemente bien, y salió de allí ya mareado y tocándose la pierna donde luego hemos visto que tenía la marca del pinchazo.

–Bien no estaba, inspectora. Había empezado con los síntomas del coronavirus, igual que el otro señor.

Leire reflexiona. Ella no entiende de medicina, pero lo que está explicando esa chica tiene todo el sentido. Además, si tienen en cuenta que los dos eran sospechosos de estar infectados por el virus, podría ser hasta un motivo para quitárselos de en medio. Cosas peores ha estudiado y visto ella en su trayectoria profesional.

Agradece las explicaciones y acompaña a la estudiante de vuelta a la cafetería. Curiosamente, cada uno sigue ocupando la misma posición que antes. Solo la señora del perro se está tomando una infusión, el resto nada. Leire se asegura de que están todos bien y se excusa para volver a salir y llamar a sus superiores. Esta vez no entra al aseo, se queda en el espacio entre los dos vagones y habla en susurros, para no ser escuchada desde el interior de la cafetería.

–Inspectora –responde al momento su superior inmediato, que es a quien ha llamado–. Tenemos ya dado el aviso de vuestra situación… es cuestión de tener un poco de paciencia.

–Las cosas han vuelto a cambiar aquí dentro.

Leire expone todo lo que ha ocurrido desde su ultima conversación, y desarrolla también la teoría de las muertes por sobredosis de insulina. El inspector jefe no da crédito a lo que escucha, solo interrumpe cada cierto tiempo a su subordinada para exclamar un “joder”. Cuando ella acaba y espera órdenes o consejo, es cuando él vuelve a intervenir.

–Voy a acelerar todo lo posible que podamos sacaros de ahí, pero el riesgo de propagar el virus es lo que preocupa ahora, y viajáis con dos positivos. Hasta que no tengamos medios para aislaros según salís, no me van a autorizar; así que vas a tener que seguir lidiando tú sola con la situación. Eso sí, siempre recuerda que si ves que la situación se desborda…

Leire sabe que puede llamar de urgencia en cualquier momento y su jefe le mete a los GEOS allí dentro, pero ella quiere demostrar su valía, con lo que tranquiliza a su superior y corta la llamada. En el rato que se queda pensativa buscando la mejor manera de seguir su improvisada investigación, observa por la ventana como se colocan en el andén varios policías nacionales vigilando el convoy; eso le tranquiliza.

Vuelve a entrar en la cafetería y recupera de golpe la tensión que había soltado. Allí dentro se encuentra con la señora mayor medio tumbada en el suelo y todos alrededor de ella. El actor y la estudiante dándole aire con una revista de Renfe; y el comercial y el revisor intentado coger al perro que está atrincherado en una esquina, enseñando los dientes a sus infructuosos captores.

–Pero… ¿Qué ha pasado? –pregunta al aire la policía.

–Se ha mareado –responde Jonatan, el actor–, ha empezado a decir que se encontraba mal, a ponerse pálida y casi se cae del taburete donde estaba sentada.

Leire mira a la estudiante de veterinaria pidiéndole confirmación de lo que sospecha. Ella le devuelve la mirada con los ojos muy abiertos y asustados; a la policía le basta con eso para entender un “sí” en su respuesta.

–¡Hay que coger a este puñetero perro! –exclama el revisor– No puede quedarse suelto por aquí. ¡Nos puede pegar algo!

–El perro no nos va a contagiar de nada –interviene agitada la estudiante–. Ya os he dicho que no transmiten el coronavirus.

–¿Pero esta mujer también tiene el virus? –pregunta el actor separándose discretamente de la enferma.

–Caliente está, desde luego –señala la futura veterinaria–, y no es normal en un mareo como el que ha dado.

Leire intenta reaccionar rápido.

–¡Oriol, rápido, deja al perro y dale una Coca Cola!

El revisor se incorpora de la posición que tenía para coger al animal y pregunta sorprendido.

–¿Que le de qué…?

–¡No preguntes y haz lo que te digo! Pasa ahí dentro –le ordena la policía señalando la barra– y sacas ahora mismo algo dulce de beber… ¡Coca Cola o lo que sea!

Oriol obedece. Accede al puesto de camarero y tras hurgar por detrás de la barra, saca por fin una lata de Pepsi que muestra a la policía, como preguntando si eso le vale. La mirada agresiva de la inspectora no deja lugar a dudas y se la entrega. Leire incorpora el busto de la señora y le ayuda para que se beba más de la mitad de la lata. Puede comprobar que efectivamente –y como había indicado la estudiante– la piel de la mujer está demasiado caliente, signo inequívoco de que debe tener fiebre. Por fin, la señora se recupera un poco y se sienta en el suelo, manteniendo ya ella sola la postura; en ese momento, el perro, del que se habían olvidado los demás, pega un salto y se refugia nuevamente en su regazo, donde seguro que nadie se atreve a cogerlo.

–¿Qué ha pasado? –pregunta confusa la mujer.

–Se ha mareado usted –le responde la estudiante, que aprovecha para incorporarse y dejar sola a Leire con la señora.

–Me encuentro muy débil –sigue ella–. Ya le avisé de que soy de riesgo –increpa a Leire.

La policía hace caso omiso de la acusación. Para sorpresa de todos se centra en levantar las mangas de la camisa de la mujer y mirar sus dos brazos, y como las piernas no las puede explorar, decide preguntarle.

–¿Ha notado usted algo raro antes de marearse?

La señora suspira resignada antes de responder.

–Pues he notado debilidad, que perdía un poco la visión, sudor, … lo normal en una lipotimia. –Lo dice ridiculizando la pregunta de la inspectora.

Leire duda, pero viendo que va a tener que exponer sus sospechas al grupo, decide preguntarle abiertamente.

–¿Algún pinchazo?

La interrogada la mira sorprendida, y tras dudar un poco, decide seguir con su hostilidad hacia la policía.

–¿Pinchazo? ¿A qué estamos jugando inspectora? Yo me he mareado, no sé si por estar tanto rato aquí metida, o porque me he cogido el virus; pero como sea esto último le va a caer una demanda por negligente.

La policía se desespera, pero ya ha enseñado al grupo sus cartas. Si allí dentro hay un asesino, y si ese asesino ha usado la insulina inyectada, ya debe saber que ella lo sabe, con lo que tiene que actuar con mucha inteligencia para descararlo. Deja a la señora sentada, con su perro en el regazo, y se pone en pie. Mira despacio a todos sus acompañantes en el vagón, uno a uno, analizando una vez más sus miradas. La estudiante se la mantiene –lo cual es lógico porque es la única que sabe lo que está pensando–, el actor se muestra nervioso y la evita, Oriol mira al suelo una vez más avergonzado, y el delegado del laboratorio da un paso atrás y mira por la ventana dándose cuenta de que hay más policías allí fuera.

–Jesús –Leire recuerda que ese el nombre del comercial–, tenemos que hablar. Ponga, por favor, su maletín encima de esa mesa y apártese del mismo.

 

Daniel Carazo Sebastián

Veterinario

Daniel Carazo: No es lo que parece, sino lo que es, foto libros daniel carazo

 

 

 

 

 

 

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