Daniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren-Capítulo Sexto

Daniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren-Capítulo SextoDaniel Carazo: COVID-19 Aislados en el tren-Capítulo Sexto

Cogen al nuevo enfermo entre Leire y el chico joven de la camiseta de Los Ronaldos y, por indicación de la policía –que no quiere que entre nadie más al vagón donde está el muerto– lo introducen nuevamente en la cafetería. El hombre está semi inconsciente, balbucea algunas palabras y no hace más que tocarse insistentemente uno de sus muslos. Lo colocan sentado en una de las butacas de la barra e intentan sujetarlo para que no se vuelva a desplomar. La puerta de la cafetería no se llega a cerrar porque las cabezas de los compañeros de viaje están asomadas queriendo saber qué pasa, pero sin acercarse. Una vez más es la señora mayor la que calienta el ánimo de los demás.

–¡Otro contagiado! Inspectora, como no haga algo vamos a caer todos.

Leire intenta no entrar a la discusión que insistentemente le lanza la señora, pero el estrés también hace mella en su ánimo y finalmente estalla.

–¡Y qué quiere que haga yo, señora! ¡No soy yo la que no les deja bajar del dichoso tren!

–Y encima pierde los papeles… Pues en buenas manos estamos –exclama la señora girándose al resto.

La inspectora sabe que tiene que recuperar la compostura, tiene que llevar las riendas de la situación en todo momento, por esas personas y por ella misma; si no, la situación puede ser un caos.

Mira al señor que todavía sostiene entre sus brazos. Está muy pálido, sudando, y no deja de intentar decir algo referido a su pierna. Sin embargo, Leire lo nota caliente, como con fiebre, lo cual no le encaja mucho con una bajada de tensión. Recuerda que ya lo ha visto con escalofríos hace un rato y le preocupa que efectivamente pueda ser otro contagiado de coronavirus. Se fija en su ayudante con el enfermo; todavía sujeta la otra parte del señor, pero se le nota que está deseando soltarlo, seguramente esté pensando lo mismo que ella. Leire está bloqueada, y por eso agradece que intervenga la chica joven, la estudiante de veterinaria.

–A este señor, aparte de que pueda tener el coronavirus, lo que le ha dado es como una bajada fuerte de tensión. Habría que tumbarlo y levantarle las piernas. ¿Por qué no le llevamos a los asientos del otro vagón? Total, si el caballero de allí tiene, o tenía, también el coronavirus, ya estaremos infectados todos.

–¡Dios mío! –suspira la señora del perro.

Nadie parece hacer caso de ninguna de las dos, y Oriol, que es en quien se quería apoyar Leire, está detrás de todo el grupo, sin entrar siquiera a la cafetería. Por fin la inspectora reacciona y decide hacer caso a la estudiante. Junto con ella, y manteniendo en su puesto a su actual ayudante, cogen al enfermo en volandas y, empujando al resto del grupo, lo sacan de la cafetería. Acceden al otro vagón y allí lo desploman en los primeros asientos. Como no podía ser de otra manera, los dos jóvenes, una vez libres del peso del hombre, levantan la vista y, al fijarla en el muerto, no pueden retirar la mirada de él.

–Ostia… –exclama él–, nunca había visto un muerto.

Mientras sube ella sola las piernas del enfermo, Leire intenta explicarles.

–Sí. Está muerto. Pero la urgencia ahora es este. ¿Me ayudáis?

Los dos reaccionan dándose cuenta de la situación. Leire coloca al joven en la puerta del vagón para que evite que entre el resto de los pasajeros y, junto con la estudiante, intenta recuperar el estado del enfermo.

Están con él lo que a Leire se le hace una eternidad. Le mantienen las piernas levantadas, le comprimen las muñecas, le estimulan con ligeros cachetes en la cara… Todo infructuoso. El señor está cada vez más débil y no responde a ningún estímulo. Finalmente, y a pesar de todos los esfuerzos, relaja totalmente sus músculos y se convierte en otro cuerpo inerte.

La policía suelta un suspiro de desesperación e impotencia. No entiende como, aunque sea por el coronavirus, se han podido morir los dos hombres de una manera tan rápida. No es eso lo que se ha hartado de escuchar en los medios de comunicación. Hay algo que no es normal. Mira a la estudiante. A pesar de estar delante de un muerto –y Leire no cree que haya visto muchos–, parece pensativa, como si quisiera decir algo. Leire se gira también para observar al chico de la camiseta de Los Ronaldos, quien sigue bloqueando el acceso al vagón y mira al suelo; es evidente que está deseando salir de allí y no tener que compartir estancia con dos difuntos.

–Siento que estéis presenciando esto –se dirige Leire a los dos–. Quería evitar que la muerte de ese de ahí –lo dice señalando con la cabeza al primer fallecido– os alarmara a todos; pero esta nueva muerte ya me obliga a informar a los demás. Es imposible ocultarlo.

El joven asiente en silencio, y ante la petición de Leire de que no diga nada hasta que no salga ella, abandona el vagón cabizbajo. Cuando la estudiante va a seguirle, se para en la puerta y, girándose, se dirige a la policía.

–Inspectora… verá, yo soy veterinaria, o casi veterinaria, y no médico, pero aquí hay algo que no me encaja…

Leire la mira inquisitiva. Efectivamente, la situación no es normal; lo que le sorprende que es esa joven piense lo mismo que ella sin haber visto la marca del cuello del primer muerto. La deja hablar a ver que dice.

–Esta manera de morir no encaja con la infección por coronavirus. A ese señor no lo he visto y no puedo opinar de él, pero cuando hemos abandonado antes el vagón no estaba como para palmarla… Perdón –se excusa por su expresión–. Este que se nos acaba de ir ha tenido una muerte… digamos… muy tranquila para haber sido tan aguda.

–¿A qué te refieres? –le anima Leire a seguir, está claro que tiene algo en su cabeza y puede ser importante. Al fin y al cabo, es lo más parecido a un médico que tiene delante.

–¿Podríamos mirar su documentación? –le sorprende la joven.

Leire asiente y ella misma se encarga de buscar en los bolsillos del caballero muerto hasta que localiza su cartera. La saca con cuidado y, sin saber que buscar, se la entrega a la chica. Ella inicialmente la coge con reparo, pero enseguida la abre y busca algo activamente en su interior. Rápidamente se para en un carné, sorprendentemente sonríe, y sacándolo de su sitio se lo enseña a la policía a la vez que le dice.

–¡Lo sabía, es diabético!

–¿Perdón? –se extraña Leire ante tal dato, que no encuentra relevante.

–Que se ha muerto de una bajada de glucosa. Es lo que le digo, se ha ido muy placentero para morir tan rápido, y eso cuadra perfectamente con lo que por desgracia hemos visto. Una disminución muy rápida de azúcar en sangre puede llevar a la muerte por…

–¿Y eso les pasa a los diabéticos? –Leire quiere datos prácticos, no teorías médicas.

–Bueno, normalmente, no debería, a no ser que reciban una dosis exagerada de insulina… pero imagino que muy exagerada… ya le digo que todavía no soy ni veterinaria… –se excusa.

La cabeza de la inspectora empieza a funcionar al doscientos por ciento. Si lo que dice esa chica fuera cierto…, e intenta relacionar las dos muertes en condiciones tan extrañas…, y el otro señor tenía esa marca de pinchazo en el cuello… ¿Podría ser? Busca por el cuello del cuerpo que tiene delante, pero no ve ninguna marca como la del primero. “Es una locura –piensa– pero…”. Para gran sorpresa de la estudiante, Leire tumba al señor en los asientos y le baja los pantalones hasta las rodillas, a su memoria le vienen los movimientos del señor tocándose uno de los muslos. Se los inspecciona despacio y, ¡bingo!, encuentra la marca en el exterior del muslo derecho.

Sin pararse a vestir al segundo muerto, Leire se abalanza sobre el primero buscando su documentación. La encuentra también en un bolsillo y, cuando la tiene en sus manos, la examina queriendo encontrar otra identificación de diabético. Por supuesto no la encuentra. Se gira entonces hacia la joven y la mira pidiéndole una explicación. Ella, que ha seguido sus movimientos y parece que también sus pensamientos, se encoge de hombros y le pregunta.

–¿No sería mucha casualidad que hubiera muerto de lo mismo?

Leire, sin responder, le enseña la marca del cuello. La estudiante, que sigue estando sorprendentemente serena para estar delante de dos cadáveres, sigue hablando.

–Bueno, no hace falta ser diabético para morir por una sobredosis de insulina. Todo depende de la cantidad y del tipo de insulina.

La futura veterinaria le explica a Leire de una manera muy básica que existen insulinas de acción muy rápida, y que administradas por vía intramuscular –es decir por un pinchazo en el músculo– hacen un efecto todavía más rápido, y que una bajada tan brusca del azúcar en sangre puede llevar a la muerte en menos de media hora.

La inspectora asimila la información. Ve factible la teoría, pero eso le lleva a la conclusión de que alguien ha tenido que inyectar esa insulina, porque ninguno de los dos muertos tenía jeringuillas, ni agujas, ni fármacos cerca; lo cual les dejaría ante la evidencia de que uno de los pasajeros que esperan fuera los haya matado… ¿Por qué?, ¿y cuándo les ha pinchado?

 

Daniel Carazo Sebastián

Veterinario

Daniel Carazo: No es lo que parece, sino lo que es, foto libros daniel carazo

 

 

 

 

 

 

Date de alta y recibe nuestro 👉🏼 Diario Digital AXÓN INFORMAVET ONE HEALTH

Date de alta y recibe nuestro 👉🏼 Boletín Digital de Foro Agro Ganadero

Noticias animales de compañía

Noticias animales de producción

Trabajos técnicos animales de producción

Trabajos técnicos animales de compañía